Sombra y sueño: Muerte en la obra de Carmen Luz Bejarano
Eija Tuurala
Durante los breves instantes que años atrás compartimos con Carmen Luz Bejarano, tras un recital ofrecido por la poeta en la Universidad de Helsinki, se hizo patente por las primeras palabras intercambiadas que las dos –que nunca volveríamos a vernos– nos identificábamos por una conciencia de ser portadoras de una muerte insoslayable de por vida, creándose desde entonces una extraña complicidad que me hace asumir con humilde y honrada emoción el compromiso de desarrollar algunas ideas acerca de la muerte en la obra de la desaparecida poeta.
Al abordar la obra, la que hasta ahora me había llegado sólo esporádicamente, en una lectura sistemática, siguiendo el orden cronológico de su aparición, no hubo de extrañarme que allí estuviera el Señor de la Guadaña, desde el primer poemario de los años juveniles hasta el estremecedor Yazgo (2002), que fuera su última creación, siendo la muerte –muchas veces explícita y otras más implícita, a través de sus múltiples imágenes y representaciones metafóricas– la perspectiva absoluta, desde la cual se determinaría el curso de la vida desde el principio hasta el fin.
¿Cómo es entonces la iconoclastia de la muerte en la obra de Carmen Luz Bejarano? ¿Cuáles son sus imágenes y qué formas metafóricas adopta? ¿Qué dice de la muerte explícitamente y cuál es su actitud ante la muerte: se conforma o se rebela? ¿Acaso hay cambio en este sentido a lo largo de la obra que cubre medio siglo? ¿Qué relación guarda con el tiempo y habrá vida post mortem para la autora y cómo será? ¿Destrucción o resurrección? ¿Retorno? ¿A qué? ¿Es la muerte un suceso o un proceso?
Imaginería de la muerte
Algunas de las imágenes que adopta la muerte en la obra de Carmen Luz Bejarano son arquetípicas, extraídas de la tradición popular, como la guadaña, hasta capaz de ganarse nuestra simpatía por ser el asiduo cosechador o segador de las vidas, propio del mundo agrario, mientras que otras como el hoyo –igualmente corriente en el habla popular– nos dejan desolados ante el hecho –el exterminio definitivo y absoluto– sin ningún tipo de refugio metafórico. El hoyo es un hoyo, simple y llanamente –¿para qué llamarle otra cosa?
Especialmente chocante resulta el uso de este término tosco y hasta vulgar en el contexto del lenguaje sumamente culto de LaDama del Sosiego (1991), cuyo título nos sugiere otra representación de la muerte que esta vez resulta el equivalente femenino y sosegado del agitado Señor de la Guadaña (¿habrá muerte masculina y otra femenina?): “Nada habrá más hermoso ni lo hermoso vivido / sólo el hoyo aguardando en exacta medida”, si bien es cierto que aun aquí, como en otras ocasiones, cuando la autora esgrime la cruenta realidad de la vida con el arma de la risa, la precisión matemática de la exacta medida le da un toque de ironía a la expresión. En esta colección de estilo clásico basado en soneto, de evidente inspiración quevedesca, –ya veremos en qué consiste la diferencia entre los dos en cuanto a su actitud ante la muerte– llama la atención la hermosa yuxtaposición de términos opuestos: “Incorrupto rescoldo que siguiéndome en brasa / hará dulce mi estancia en el hoyo perenne” (subrayado nuestro; cf. ”polvo serán, mas polvo enamorado”, Quevedo, subrayado nuestro; más adelante volveremos a estos versos). Un recurso parecido a éste lo encontramos aún en la última colección El Grito (2002), en la que la autora tiende un puente reconciliador entre dos elementos opuestos: “Persigo a los cangrejos / en sus cuevas / y construyo mi cabina de cielo / en algún hoyo” (subrayado nuestro).
Un curioso anticipo de este último paradero nuestro aparece ya en la primera colección Abril y lejanía (1961), bajo la atenuante forma diminutiva: “[…] y mi alegría / se pierde / en el hoyuelo / que fabrica / una hormiga” (subrayado nuestro). El diminutivo vuelve a aparecer, junto a un evidente símbolo de la vida que es la hierba, en una colección posterior, Juegos de Casandra (1999), en la sección titulada A la sombra del viejo ciprés: “Hay rumor de follaje / y en la hierba un hoyuelo / húmeda caricia.” Versos que nos ofrecen otra vez una yuxtaposición inesperada: húmeda caricia.
La guadaña y el hoyo –dos imágenes del ámbito popular– representan a la vez dos conceptos diferentes de la muerte, uno dinámico (la Guadaña es la muerte en acción) y otro estático (el hoyo es el sitio paradero de nuestro cuerpo inerme), los que presuponen también dos actitudes diferentes ante la muerte: una de sumisión y otra de rebelión, como veremos más adelante. Mientras, veamos aún, qué otros elementos o sitios pueden ser relacionados con la muerte en la obra de Carmen Luz Bejarano.
Paraderos eventuales refugios de la muerte son en varios poemas y otros textos el mar y sus complementos como los misteriosos aracantos, unas algas marinas que han intrigado a la autora desde su infancia y ocupan una posición central en dos de sus últimas obras, Los ojos de Lázaro (2001), al abrazar el cuerpo inánime de la señorita Julia, la maestra de los niños, y el del pequeño Maurizio, y en La Ruta del Ciprés (2001) –“camino de la muerte”– siendo el ciprés la planta predilecta de los santuarios y componente que aparece hasta en el título citado. A propósito del ciprés, ya en su primera obra en prosa El Cuarto de los Trebejos (1989) había evocado este símbolo al hablar de su propio origen como una potencialidad futura en las entrañas de su procreador:
No, no es una promesa de jazmines [evidente símbolo de la vida –E.T.], es el ciprés que ruge a la distancia, el mismo ciprés, Nicanor Martínez, el mismo que desde siempre espanta el sueño [otro símbolo de la vida –E.T.] de los hombres.
Pero volvamos a los aracantos que abren la escena en la Ruta del Ciprés (2001) evocando una extraña atracción y aborrecimiento a la vez: “En constante ondular, se batían al ritmo exigente de las aguas, como viejos amantes amarrados a su luz.” Esta secuencia aparece después en Los ojos de Lázaro (2001) y sigue: “Era una danza perenne. Se convirtieron para mí en una imagen voluptuosa. Obsesiva. Fui seducida por ese extraño fulgor amenazante.” Y, como dando fe de su obsesión, la autora reproduce en esta obra en prosa otro pasaje casi idéntico al que encontramos ya en Los ojos de Lázaro (2001):
No enseñaré jamás los aracantos teñidos de carmesí. No por voluntad propia. Ni la habitación, si puede llamarse así, a la que se accede por una pequeñísima puerta que está cubierta por un mueble. Me divierte pensar que tal vez un día los aracantos y la loza de la habitación tengan la misma tersura y sean objetos integrados.
Consciente de la gravedad de su estado, al escribir estos versos, la autora siente la necesidad de integrar la vida y la muerte reclamando una paciencia sideral: el tiempo, cuando es infinitamente largo, lo reconcilia todo: aparentemente nos borra, pero en realidad nos integra y, con ello, nos reproduce. En la temprana colección Aracanto (1966) –que hasta en su título lleva el nombre del alga marina– existe una tónica descendiente que va desde los aires alegres de los primeros poemas llenos de voces infantiles hacia un paisaje cada vez más sombrío evocando la muerte tanto por su nombre como por sus diversas representaciones. (A la importancia del mar en el ciclo vital de la vida y la muerte volveremos más adelante al tratar la idea de la muerte como retorno.)
No obstante, hay una imagen por encima de todas para insinuar y evocar la muerte en la obra de Carmen Luz Bejarano: la sombra, presente desde los primerísimos versos de su primera colección: “Soy espejo / donde quedó / tu sombra. / Abril / vibrando / entre / mis manos” (Abril y lejanía 1961) y persistente hasta el último poemario, El Grito (2002), un conmovedor testimonio de la resistencia de la autora ante la muerte inminente: “En fuego ardí / turbulenta leña / y en lecho vegetal / forjé mi sombra.” Por ser la sombra ya por su frecuencia de aparición superior a cualquier otra imagen representativa de la muerte en la obra de la desaparecida poeta, pensamos que merece nuestra atención especial.
Sombra y sueño
En algunos poemas, la sombra guarda su valor real al referirse a una realidad física, pero aun entonces adquiere fácilmente un valor simbólico para convertirse en una especie de anticipo o augurio de la muerte: “Nos sorprende la tarde / con su juego de sombras, […]” (Abril y lejanía 1961); “Mi sombra se proyecta / sobre los muros / como un paisaje triste.” Y un poco más adelante en el mismo poema: “Mientras mi sombra / queda / bajo la sombra de los sauces / bebiendo sus nostalgias” (Giramor 1961), “y entre guijarros pasa / la sombra de un cangrejo // tragando lejanías” (Aracanto 1966). Es de notar que, pese a su contenido real como un fenómeno físico-natural, la sombra, en todos estos casos, viene asociada a una idea que evoca término o final (la tarde), melancolía (un paisaje triste) o añoranza (nostalgias). Son numerosos los pasajes, en los que aparece la imagen de la sombra en la obra de Carmen Luz Bejarano, por lo que se nos hace imposible hacer aquí un inventario completo del uso de este recurso en su poesía; baste con decir que es uno de los conceptos clave de su obra junto con otros términos relacionados con la muerte o el secreto de la vida como los incluidos en la secuencia “máscara sombra espejo” (Furia de la Arcilla 1977) y hasta le sirve a la autora para autodefinirse: “carmen luz / sombra en la sombra del día” (Aracanto 1966); al sustituir las mayúsculas de su nombre por minúsculas logra crear un contraste dramático entre el segundo componente de su nombre de pila y el símbolo de la muerte emblemático de su producción: luz / sombra.
A veces, al evocar la idea de la sombra, alude a la posibilidad de superar o, al menos, ahuyentar a la muerte momentáneamente como sucede en los luminosos versos dirigidos a su pequeña hija Maritza: “Mi sombra la descubro / casi sin sombra: / ala y dulzura” (Giramor 1961), versos que insinúan que los hijos –nuestra proyección en el tiempo– son un reto a la muerte. O cuando se dirige hacia atrás en su linaje: “Madre, ya no le tengo miedo a mi sombra, / ni al mar, ni a la noche; es cierto, me estremece / el viento todavía.” (Sobre el viento volveremos más adelante.)
Comparada con algunas otras imágenes (guadaña, hoyo), la sombra representa mayor complejidad. ¿Sombra de qué o de quién? ¿Es material o inmaterial? ¿Existe independientemente de lo que la produce? Es difícil de situar en el eje estático-dinámico; se mueve con el objeto que la produce siendo inseparable de él. Con certeza se puede decir que tiene que ver con la luz. Es la falta de luz, su negación, pero precisa de ella para producirse. Es decir, es oscuridad que nace de la luz, es indisoluble de ella. ¡Perfecta imagen de la muerte para Carmen Luz, que hasta en su nombre lleva el arma para combatirla! Es una imagen capaz de resumir toda su ideología: la muerte es inherente a la vida, inseparable de ella; nacemos, vivimos y morimos con ella. La luz es luz y nos alumbra la existencia precisamente porque existe su antípoda que es la oscuridad. No hay vida sin muerte porque es una sola realidad indivisible. “Pañales y mortaja” de Quevedo, quien nos afirma: “Vivir es caminar breve jornada / y muerte viva es […] cada instante en el cuerpo sepultada.” En otra parte, Quevedo habla de “esta muerte que ha nacido / a un tiempo con la vida y el cuidado”.
Ahora veamos los versos de Carmen Luz en La Dama del Sosiego (1991), constituidos en una alocución directa a la muerte:
Qué perderé mañana. Quizás sólo el horror
que tu huesa me inspira. Y en exaudible gozo
abrasada en tu cuerpo poro a poro descubra
que no éramos sino la perfecta unidad.
[…]
Mas
no es sabio quien huye porque huyendo se vuelve
a su gozo perdido. Que la puerta que elige
en tus manos se abre y a tu cauce conduce.
[…]
Me desvivo viviéndote a la par. Puntual
a tu insonoro caminar respondo
cual escudero firme en la obediencia
ignoro a veces quién esgrime la guadaña.
Finalmente, una muestra de los versos del citado poemario, cuya autora sabiamente nos advierte del peligro de dicotomía en nuestra concepción de la vida y nos da un consejo: para familiarizarnos con la muerte basta con girar la mirada hacia dentro: “Y quien te busca más lejos de sí mismo se engaña / que su huella es la huella del pie que persigue.” Y los versos que concluyen el citado pasaje nos adiestran en el reconocimiento de la muerte en todo nuestro quehacer, hasta en los momentos de goce: “Ni descubre tu aliento aspirado en los goces / quien busca tu olor en olor nauseabundo.” Una orientación útil en nuestra época que tiende a ocultarnos la muerte al disecarla de nuestra realidad cotidiana.
En el contexto citado más arriba encontramos la expresión insonoro caminar, la que nos hace pensar otra vez en ciertos pasajes de Quevedo: “¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría, / pues con callado pie todo lo igualas!” (subrayados nuestros) Esta muerte silente y sigilosa, que –aparentemente inadvertida– nos sigue a cada paso, está presente en varios poemas de Carmen Luz Bejarano como en estos otros versos de La Dama del Sosiego (1991): “Viniendo de soslayo apagados los pasos / cómo sabré guardarme cuando venga por mí” (subrayado nuestro), por lo que pensamos justificado concluir que hasta el silencio –que igualmente encontramos con frecuencia en la obra de la poeta– puede considerarse, al menos en ciertos contextos, como otro atributo de la muerte: “Ah, el silencio que estorba / el paso de la Alondra” (Giramor 1961) o, más adelante, en la misma colección: “¿pero qué es una mañana / cuando el silencio / ha derrotado al hombre?”, si bien es cierto que a veces alude a un estado deseado, virgen e incorrupto, en que la palabra aún no ha complicado la existencia, como es el caso de los versos que concluyen el primer poema de su primera colección:
Devuélveme
el instante
en que no hubo
más palabra
que el silencio,
aquél
en que abril
fue lejanía
y más abril
que ahora.
[Abril y lejanía 1961]
Otra imagen parecida al silencio es la ausencia representada casi siempre por la forma adjetiva; así encontramos veleros, gaviotas o aracantos ausentes como si fueran objetos o vivencias devorados por el tiempo o condenados a desaparecer, en fin, objetos presa de la muerte. En su primera colección Abril y lejanía (1961), cuyo título ya nos sugiere el término de la vida un día –aún lejano– siendo abril un mes de otoño en el hemisferio del sur, la autora nos familiariza con aquellas imágenes de la muerte que vuelven a aparecer a lo largo de toda su obra –sombra, silencio, espejo, viento, ausencia y hoyo (o el tímido hoyuelo de los versos juveniles)– y hasta nos habla de ella explícitamente, exclamando:
y el alma se extasía
en el vuelo
de una gaviota ausente.
Y ya no es sino el ala;
y ya no es sino el trino;
casi sólo el recuerdo
de haber vivido nada,
y de quebrar el signo
cuando se viene el alba.
En el siguiente pasaje que encontramos en la colección Juegos de Casandra (1999), el ausente resulta un evidente símbolo de la muerte: “En la alegre mascarada del otoño / torna y pasa la carreta del ausente.”
A modo de resumir, en cuanto a nuestro inventario de los términos relacionados con la muerte en la obra de Carmen Luz Bejarano, queremos reproducir aquí un poema de la colección Juegos de Casandra (1999), aparecida casi cuatro décadas después de la primera, envuelto en un ambiente otoñal especialmente denso en imágenes cargadas de muerte. (Obviamente, entre las estaciones del año, la que más le atrae a la poeta es el otoño, escenario de la decrepitud de la naturaleza que nos predispone año tras año al drama final. Entre las partes del día, la misma función es cubierta por la tarde, la pequeña muerte diaria.) Aparte de las imágenes propias de la muerte –sombra, Parca, guadaña, la Dama siniestra, viento, ciprés– aquí hay otras expresiones más encubiertas que llevan la misma carga: ligera sandalia traduce la presencia inadvertida y silente de la muerte, de la que ya hemos hablado, el árbol desnudo sin rumor de follaje evoca igualmente silencio, cuyo papel hemos analizado más arriba, aparte de lo cual los elementos fundamentales como el aire (representado por el viento), el agua y la tierra aparecen contaminados de muerte: a los cuerpos devueltos por la tierra, cansada de tanta muerte, se les van a sumar los de nueva cosecha, fruto de la incansable labor sembradora que no cesa, asistida por un viento –no lo olvidemos– polen de muerte. Y para estar segura del efecto letal, al igual que los indígenas que untan en curare la punta de su flecha para asegurar la matanza, la poeta –como si desconfiara de la capacidad de exterminio de la Muerte por sí sola– extrema su imagen dotándole de uñas de azogue, una sustancia ágil y sumamente tóxica, para rematar la labor de la Muerte.
SEMBRADORA
I
Otoño florece en las charcas.
Es tiempo del agua del árbol desnudo
los ocres la sombra
es la Muerte que aguarda
esgrimiendo sus uñas de azogue
ligera sandalia que huella la tierra.
Otoño es la Parca silente armada guadaña.
Jadea la tierra su antiguo cansancio
y
lejos muy lejos el viento que gime
que gime y que pasa.
II
Otoño es la fiesta del árbol
que luce su talle desnudo
sin rumor de follaje.
La tierra en dulce preñez se abre
devuelve
los cuerpos segados en flor.
La Dama siniestra extiende sus velos
nos enreda al canto del viejo ciprés.
Si piensa
¿Quién sabe qué piensa?
Si sueña
¿Quién sabe qué sueña?
III
Resuenan sus pasos la bruma en sus ojos
sus cuencas me buscan se pierden
se agrandan
reflejan el agua en sosiego.
La charca desmiente las flores del agua
la torpe caricia de un cielo de otoño.
Otra muestra igualmente cargada de símbolos de la muerte son los siguientes versos extraídos de la misma colección:
Desanduve la ruta de los vientos
para encontrarme a solas con la muerte.
Una alta sombra se inclinaba sobre el agua
devorándola con insaciable
antigua sed
ensimismada en el hermoso rostro
que el espejo devolvía.
Bebía la tarde
los astros al desgaire.
Se alargaba la sombra
Busqué sus ojos
y abismé mis ansias en desojada cara
¿Narciso acaso?
No allí no había nada humano
Sólo el creciente fervor de la guadaña.
En el primer pasaje encontramos también, bajo la forma verbal, la contrapartida de la sombra en la obra de Carmen Luz Bejarano: el sueño, símbolo de la vida, igualmente presente desde la primera obra juvenil, donde, al final de una secuencia que hace patente la presencia de la muerte en la tarde agonizante, ansía la vida al exclamar: “Quiero un amanecer, / una ronda / de sueños / y una sola alegría.” O, un poco más tarde, cuando suspira al percatarse de la futilidad del tiempo:
Se nos van los sueños
en la nave sombría
de las horas.
Musgosos
se nos van.
Cogiditos, sueño
a sueño
se nos van a la deriva.
Mientras
quedamos aquí
sobre la orilla
se nos van.
[Abril y lejanía 1961]
Cuarenta años más tarde, en su último poema Yazgo (2002), indaga: “¿A dónde irá este manojo / de sueños capitales?” y conjetura: “Quizás a la entretierra / de las antípodas / ahí girará este astro solitario / para memoria de nadie.” Evidente símbolo de vivir –y quizás hasta de sobrevivir– resulta el verbo equivalente que encontramos en La dama del Sosiego (1991):
Acaso tendrá el hoyo la insólita ternura
de primavera oscura o madre recobrada.
Acaso habrá manera de soñar todavía
con los ojos en blanco amalgama de barro.
Y, más adelante, en el citado poemario:
En brusco descender perturbaré otros cuerpos
o quizás en suave despeñar me acodaré inefable
en una entraña dúctil y espavorida para soñar
aún y en un último espasmo arraigarme a la tierra.
En Juegos de Casandra (1999), el verbo sigue preservando su alusión al estado posterior a la muerte: “sólo seré en mi último refugio / partícula de un sueño / o la nada que aún sueña”.
Para Carmen Luz Bejarano soñar traduce la pasión por la vida, el ansia de vivir y sobrevivir, extender la vida más allá de la muerte, combatir el olvido para perdurar en el tiempo, como hemos visto por los contextos citados más arriba. Desde luego, el sueño y soñar son términos ambiguos en español por significar tanto el estado de una persona que duerme –y dormir en algo se asemeja al morir– como nuestra capacidad de imaginar cosas, actualizándose aquí, sin duda, esta última acepción, es decir, nuestra necesidad de crear mundos posibles –e imposibles– y no menos a través de la poesía. Aunque es cierto que algunos pasajes pueden dar lugar a interpretaciones diferentes como ocurre con los versos iniciales del poemario Juegos de Casandra (1999), los que pueden sugerir la idea de una vida eterna al igual que la de un reposo perpetuo: “El mar / el más amado / es lecho de algas que enredan a los peces / en sueño interminable.”
En ocasiones, la poeta llega a asociar los dos términos trascendentales de su obra, la sombra y el sueño, al situarlos en el mismo contexto como ocurre ya en la temprana colección Giramor (1961), donde los iguala, a través del adjetivo atributo que designa un color: “Amanece / en tus manos / la alegría: // Azul, / como los sueños / y las alas / y los parques, // azul, / como tu sombra” para dar a entender que la vida y la muerte son de la misma materia siendo del mismo color o en Aracanto (1966): “Ha cantado la alondra // el duende velador, hace girar / la sombra de los sueños.” En El Cuarto de los Trebejos (1989), su primera obra en prosa, la poeta se dirige a sus antepasados:
Y el soñar o este sentirse sobrevolando universos no estoy segura que no me vinieran también desde tu herencia. Tras este terco combatir, tras tu aparente servidumbre a la realidad, ahora puedo ver que no eras sino una soñadora. Me aproximo a mirarte jadear entre la sombra, el sueño sin reposo y es como si aproximándome a mi propio cuerpo velara su partida.
En un poema titulado Havis Amanda (2001) inspirado por su visita a Helsinki, ella vuelve a asociar sombra y sueño al contemplar las sinuosas curvas femeninas de la estatua emblemática de nuestra norteña capital rociadas por las aguas de la fuente implantada frente al mar: “Amo la bruma que indecisa te oculta o te revela / tu diáfano mirar navegando las sombras / iluminando espacios / el mar que se desborda de tus oscuros flancos / la delicia del sueño en que hablamos de amor.”
Otros símbolos de la vida –y de la muerte una vez más
Otros símbolos de la vida contrapuestos a la muerte son la hierba y el barco. En la colección juvenil Giramor (1961), la poeta habla de su padre con los mismos términos objeto de nuestro análisis: sombra, sueño y hierba:
Mi padre recuerda
la leyenda de Circe,
bajo la sombra
sin sombra, del hogar.
Hunde sus manos
en la hierba,
por ser de hierba
el sueño que envejece.
Y más adelante concluye el poema con estos versos desafiantes, en que el sueño (representado aquí por una forma verbal) y la hierba son elementos vitales necesarios para combatir la muerte, mientras que el tiempo y los cipreses hacen alusión a la futilidad de la vida y a la muerte: “Pero, mi padre, aún sueña. / Y con un puño de hierba / abre grietas al tiempo. // Mientras tienden el vuelo / los cipreses.” Y aún en la citada colección, al hablar de su hija: “Brazaletes de hierba, / collares de hierba […] // Mi niña se viste de hierba.” Esta misma vitalidad de la infancia irrumpe igualmente en los versos de Aracanto (1966): “Una niña derrama / sobre la hierba / el canto del agua”, en los que el agua resulta otro símbolo vital, si bien es cierto que este elemento indispensable para la existencia de la vida orgánica puede cumplir también otras funciones en la obra de Carmen Luz Bejarano.
Un hermoso símbolo de la fuerza vital es el barco, recobrando una carga emotiva de mucho vigor al asociarse a la infancia como ocurre la mayoría de las veces:
En algún lugar mi infancia exangüe
agónica
empuja un barco en lontananza
[…]
Terca niñez
empuja hasta mi orilla el barco amado
y en la comarca de la niebla
propicia nuestro encuentro.”
[…]
Devuélveme aquel barco que tanto mío lleva
[…]
Y allá va el barco de la infancia
deslizando sus sueños en la niebla
enigma perpetuo
navegando horizontes sin mácula
perdiéndose
iluminando oscuro vientre de ballena
extendiendo el mar
hasta mi almohada.
¡Hermosos versos éstos que hallamos en Juegos de Casandra (1999), desplegados a fuerza de recuerdos para recuperar la vida!
Entre los elementos del aire –brisa, niebla y viento– aparentemente el más enigmático es el viento. A diferencia de los dos primeros que aparecen más bien en ambientes apacibles – como arriba, en el párrafo anterior, donde la niebla hace alusión a un pasado alejado pulverizado por el tiempo o amenazado del olvido –, el viento –a pesar de su apariencia de aliento vital– resulta un elemento perturbador que estorba, inquieta y amenaza sembrando disturbio y frustración y convirtiéndose así en un augurero y agente de la muerte. Las primeras colecciones Abril y lejanía (1961), Giramor (1961) y Aracanto (1966) ofrecen numerosos ejemplos en este sentido: el viento aguarda en su morada, donde “vigila […] sus vigilias” o ”gime en la noche” para atacar: “El viento se lleva / los recuerdos”; “El viento lleva / palomas y olivo”; “Pasa el viento // álamos inasibles / estremecen // la quietud de la tarde”; “Pasa el viento, // y rueda dunas abajo / su cuerpo de clara luna // la gaviota”. En una colección posterior, Juegos de Casandra (1999), en un poema dedicado a la madre de la autora, ella hace alusión al viento acechador, pero al mismo tiempo afirma su compromiso de resistencia ante la muerte:
Persistentes los nudillos del viento
rasguñan me acosan desde afuera
pero yo crecida en luz y fuerte en la vigilia
te sigo ignorando y te persigo
para espantar tus lebreles
de aquí
de mis dominios.
En los versos de Furia de la Arcilla (1977) la imagen de este agente transmisor de la muerte recobra una fuerza terrible: “el viento polen de muerte / sacude las ventanas”. Resulta especialmente interesante esta última imagen: el viento, agitador de aliento vital y portador de un semen para generar vida nueva, se torna fatal al convertirse en un elemento contaminante de efecto letal: el aire que necesitamos para vivir, nos envenena y nos mata. El viento polen de muerte: otra imagen perfecta para afirmarnos la perfecta unidad de la vida y la muerte, indisoluble, tantas veces insinuada por la poeta: ¡vivir es morir!
Por otra parte, no es de extrañar que el viento sea el elemento relacionado con la muerte con tanta frecuencia, si pensamos, por ejemplo, en los orígenes bíblicos de esta metáfora: ¿quién no conocería la parábola del Salmo de David (Salmo 103:15)? “El hombre, como la hierba son sus días; / Florece como la flor del campo, / Que pasó el viento por ella, y pereció, / Y su lugar no la conocerá más.” Cabe notar que el mismo pasaje bíblico proporciona otro símbolo vital, la hierba, al que hemos aludido antes.
Entre los elementos relacionados con la muerte – y evidentemente hasta con la vida – en la obra de la poeta nos queda uno, quizá el más complejo: el espejo. Empecemos por ver lo que dice explícitamente sobre este tema relacionado con el mito de Narciso, el que la ha fascinado desde la infancia. En su primera obra en prosa, El Cuarto de los Trebejos (1989), nos habla de “esa indeclinable ternura con la que amamos toda superficie que nos refleja”; reconoce que le gustan los espejos, pero advierte enseguida:
[…] pero sé que son algo más que un rostro que nos devuelve la mirada. Alicia atravesó el espejo y se encontró con el revés del mundo; también podemos hallar a la muerte al otro lado de los espejos. Y la muerte sí me aterra.
Desde entonces el secreto del espejo parece haberla intrigado hasta tal punto que en la portada de su penúltimo poemario El Grito (2002) aparece el Narciso de Caravaggio y en sus páginas encontramos estos versos enigmáticos:
Me asomo a la vidriera
de las cosas perdidas.
Sigo la ruta larga
tramonto los escollos.
A veces un mar diáfano
humedece mi piel
digo tu nombre
sin despertar del sueño
y tu leve sonrisa
aprisiona una lágrima
que brilla en el espejo.
¿A quién habla aquí? ¿A Dios? ¿A un ser querido? ¿A un amigo? ¿A un desconocido? ¿O acaso habla a sí misma?
Aquí me viene a la mente lo que sucedió hace muchos años en mi pueblo natal, donde mis padres tenían un pequeño hostal. Un día se hospedó allí una joven que había venido a quitarse la vida con unas pastillas que se había alcanzado a tragar, cuando mamá la encontró –posando ante el espejo de su pequeña habitación– y la llevó al hospital, donde le salvaron la vida. Yo la había visto momentos antes y nunca olvidaría su expresión desolada, a la que se sumaba después lo que me había contado mi madre: la imagen de la suicida ante el espejo encarando su muerte. Siempre he interpretado ese gesto como una búsqueda de consuelo y compañía. ¡No quería morir sola! Vernos en el espejo es saber que vivimos –ese es el testimonio que nos devuelve la superficie del objeto que nos reproduce–, pero ¿qué hay detrás de él? El incógnito, lo desconocido, la muerte. El espejo con su superficie capaz de refractarnos a la vez nos engaña al afirmarnos que existimos, aunque en realidad morimos –la suicida de nuestro hostal buscaba ese testimonio hasta instantes antes de disponerse a morir. Narciso –engañado por el espejo– se quitó la vida al no alcanzar a su bien amado reflejado por el espejo del agua. ¡Cuánto me sorprendió encontrarme en El Cuarto de los Trebejos (1989) con otra “suicida frustrada”, la admirada Dalia, parienta de la autora, la que “continuará prisionera de los espejos”!
En su obra Carmen Luz Bejarano recurre a la imagen del espejo, ante todo, en Furia de la Arcilla (1977) y en Imagen Sideral (1970), poemarios que hacen resucitar a la humanidad entera, la “arcilla sonora”, a la que se incorpora la autora: “en todos los espejos / y en el del agua / bebo / la piel de mis hermanos”; relacionando el espejo con elementos de la muerte escribe: “Un gusano te ríe en las esquinas / un buitre cuelga en tus espejos” [---] “Tristeza silencia tus trompetas / me espantan la noche / el fragor de los bosques / la muerte que aletea en los espejos”. Incluso llega a crear un “adanespejo fruto azotado por los vientos” y vuelve a evocar el mito de Narciso. En ocasiones, los espejos son los ojos (hasta de los muertos) como en esta yuxtaposición metafórica de Abril y lejanía (1961): “Los ojos de los muertos / espejos olvidados / donde se quiebra a pausas / el viento y el sonido.” En conclusión, podemos decir que en el espejo tenemos un símbolo de complejidad interpretativa; parece constituir una especie de zona limítrofe, esa superficie finísima que separa la vida y la muerte, un sortilegio de engaño que con su juego de apariencias nos oculta lo esencial: la realidad de la muerte.
“La muerte nos hace sabios”
Como hemos visto, son variadas y reiteradas las imágenes de la muerte que jalonan la obra de Carmen Luz Bejarano. Entre ellas hay términos populares y universales (hoyo, guadaña), conceptos clásicos o románticos (sombra, Dama siniestra), elementos naturales –unas veces generales como el ciprés, otras veces relacionados con las vivencias personales de la autora (aracantos); hay imágenes sencillas como el hoyo y otras más complejas como el viento con sus connotaciones bíblicas o el espejo que nos remonta a la mitología griega.
Aparte de la representación metafórica, la obra contiene numerosas alusiones directas a la muerte, reflexiones y sentencias que, de manera explícita, nos dan acceso a las ideas de la autora intrigada por el tema desde los primeros versos que escribe. Y, en realidad, desde mucho antes, ya que en su primera obra en prosa, El Cuarto de los Trebejos (1989), donde persigue su huella al rescatar las voces de sus seres queridos desaparecidos sumergiendo en un extraño espacio límbico poblado de sombras, espejos, vientos y nieblas, encontramos una niña de sensibilidad precoz que, aterrada, presencia el drama de la muerte. Una vez sensibilizada por esta terrible realidad ya no podrá cerrar los ojos – y esto es perder la inocencia y el paraíso:
La esperé desde siempre con el grito creciéndome en la entraña, sin lágrimas, con los ojos abiertos extremadamente. No, yo no quería que ella me sorprendiera desprevenida y para espantarla ¡qué cosas no imaginé!
Ante la cuna vacía de una hermanita o la tumba abierta de un pariente se niega a aceptar las explicaciones conformistas de los mayores –“Dios los ha librado, quién sabe de qué suerte” o ”no hay que prolongar las agonías” u otras racionalizaciones propicias a ocultarnos la muerte. Frente al llanto silencioso de los adultos, ella “extremaba el aullido” y afilaba en sí “armas poderosas para espantar la guadaña”. ¡Qué hermosa rebeldía infantil para defender el secreto de la vida! Ya en un poemario anterior, Del amor y otros asuntos (1984), la autora había evocado estas vivencias:
Una tarde
en la aldea lejana
doblaron
las campanas
mi madre
desplegando las alas
quiso cerrarme
ojos y puertas
doblaron las campanas
desde entonces te llevo
compañera de asombros
Sintiendo que el olvido es aliado de la muerte, la autora solicita –para desandar el trayecto de la vida a fin de llegar a sus orígenes– la guía de la pequeña María del Pilar, con la que quiere volver a “lanzar piedrecillas removiendo las aguas serenas” –como solía hacer de pequeña– para combatir el olvido y la muerte. Tras hurgar entre las sombras del “cuarto de los trebejos” –ese espacio reservado para objetos útiles en vida, pero inhabilitados por el tiempo y el desuso, la muerte, que la memoria es capaz de rescatar momentáneamente–, la autora, en busca de su identidad a través de las voces de su ascendencia, reconoce al cerrar las páginas del libro:
Sé que un día me daré de bruces por más que intente hacerle esguinces a la muerte o me le adelante en la tarea de aligerarme cortando amarras para que ese instante no me sorprenda enamorada de la vida.
Forzosamente me vienen a la mente los versos de Antonio Machado en Campos de Castilla –los que tanto amo y unos de los pocos que sé de memoria:
Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
¡El saber convivir con la muerte: con el tiempo ir renunciando a todo sin perder nada de la plenitud de la vida!
Estos bellísimos versos de Machado han encontrado su digno eco en los que le sirven a nuestra poeta para despedirse de Havis Amanda tallada en bronce al frente del puerto de Helsinki, donde las generaciones de jóvenes año tras año se congregan para celebrar el advenimiento de la primavera decorando la figura femenina con su blanca gorra de estudiante:
Yo he de partir mañana por caminos inciertos
y llevaré conmigo el secreto latir de tu cuerpo.
Tú Havis Amanda
la más amada diosa tocada por los hombres
en juvenil ardor
te cansarás un día de terrenales glorias
y al mar te irás huyendo en el ocaso
liviana
casi avecilla marina coronada de algas
esparciendo el polen de los sueños.
Pero volvamos aún al hermoso libro de búsqueda de recuerdos infantiles que es El Cuarto de los Trebejos (1989):
Me sobrecoge la cercanía de la muerte. Ella invadió de guadañas hasta mis horas más alegres, siempre frente a mí. Y, por huirle tanto, por temerle tanto quizás le transferí mis rasgos y ha dejado de ser distinta a quién sabe cuál de las Marías del Pilar. Casi estoy segura que una de ellas me lanzará al vacío.
Estas líneas resumen, de una manera extraordinaria, la concepción de la autora: ante la intransigencia de la muerte, nuestra única posibilidad es asimilarla como parte de la vida, en un proceso integrador que dura toda la vida para conducirnos a esa “perfecta unidad”, de la que nos habla en La Dama del Sosiego (1991).
Después de haber conocido estas vivencias de la niña Carmen Luz relatadas en El Cuarto de los Trebejos (1989) creo que ha sido, ante todo, esta conciencia prematura de la ineluctabilidad de la muerte, creada a una edad muy temprana, la que nos ha hecho reconocernos con Carmen Luz en nuestro único cruce por este mundo. En mi caso, fue un sueño que me reveló la terrible verdad y me hizo perder
la inocencia. En el sueño –tendría entonces unos cinco o seis años– me encontré con el Príncipe de la Muerte: un señor calvo de ojos fríos, con rostro de calavera y vestuario suntuoso al estilo de un eminente de la Iglesia –gruesa seda blanca bordada de piedras preciosas– sentado en su trono al fondo de una sala grande. “He venido a buscarte”, me dice y yo empiezo a parlamentar, febrilmente busco una excusa para que no se me lleve. “No importa, como quieras, mañana volveré”, me contesta con aire burlón y yo me despierto; desde entonces vivo pendiente de su compromiso sabiendo que cumplirá; desde entonces he tratado de familiarizarme con mi nuevo conocido –y nuestro trato es diario– para conocerlo mejor. Este sueño –el más importante de mi vida– me lo enseñó todo de un golpe: me enseñó que nuestro tiempo es limitado y que, por ello, la vida tiene una gravedad inmensa; lo que pierdo horizontalmente, lo tengo que recuperar en profundidad; por ello, me planteo la vida en términos verticales: camino por las nubes –como sé que hacía Carmen Luz– cuando no esté sumergida en las tenebrosidades. Tenías razón, mi hermana: “la muerte nos hace sabios” (El Cuarto de los Trebejos 1989).
La muerte, aún explícitamente
Aparte de la citada obra en prosa, hay otros pasajes donde la autora habla explícitamente de sus ideas acerca de la muerte. Ya en Aracanto (1966) nos ofrece una imagen algo humorística de una muerte parasitaria y hasta simpática: “Muerte mía / doméstico animal sobre mis hombros” y más tarde, en el mismo poema (Canción del retorno) vuelve a dirigir la palabra a su acompañante: “Muerte mía, mis ojos taponarán tus cuencas / y nadie verá en ellos, la luz de los espejos”. Esta última alocución resulta interesante por ofrecer incluso varias posibilidades de interpretación: la vida es algo episódico frente a la muerte que es eterna, ya que nuestros ojos ocuparán el espacio dispuesto por las cuencas vacías de la muerte sólo un tiempo limitado: los ojos desaparecerán, pero las cuencas se quedan; por otro lado, podemos invertir la situación: nuestros ojos avivan la muerte –una estructura vacía e inánime– al prestarle la posibilidad de valerse de nuestros ojos para gozar de la vida aunque sea un instante. La misma idea de la eternidad de la muerte es traducida por la imagen del hoyo perenne, la que aparece tanto en Triunfo de Ícaro (1967) como posteriormente en La Dama del Sosiego (1991).
En el curioso poemario Del amor y otros asuntos (1984) –en el que, pese a su título armonioso, abundan los vocablos, especialmente los verbos, dotados del destructor y despojador prefijo des- –se repite la idea de la muerte parasitaria: “Echarse a las espaldas / la muerte o transmutarse” junto con las estructuras reiterativas y hasta tautológicas: “Estamos creciendo a golpe / de muerte y de más muerte // sin saberlo”; “las células trabajan mortal muerte / a la muerte”. Y como siempre en la obra de Carmen Luz Bejarano, en esta colección la muerte invade hasta los espacios más íntimos de nuestras vidas: “Dejaré que el deseo me gobierne. Que el / amor me gobierne. / En su centro parpadea la muerte por el / sueño que soñamos.” Otra imagen de estremecedora intensidad nos es servida por el poema Imagen sideral (1970) que, amasando la muerte ancestral en un pulular angustiante, nos habla de “las simas donde el hombre / se acuclilla con la muerte”.
Son numerosas las alusiones directas a la muerte en la obra de Carmen Luz Bejarano, pero entre los pasajes más explícitos en este sentido queremos citar finalmente las reflexiones que hace en Un gañido en el espacio, un poema en prosa publicado a mediados de los años 90, acerca de la evolución primitiva de los seres vivos –entre ellos “el animal más triste de la tierra” con sus vanidosas pretensiones de eternidad– y las perversiones posteriores de nuestra civilización incluidas las más horrorosas armas de exterminio y la destrucción de la naturaleza; dice la autora con respecto a nuestras ansias de inmortalidad:
Nuestra superioridad no existe, es una ficción, ficción también es la morada etérea. Lo único cierto nos aguarda en el regazo de la tierra. No existiremos. La repugnante araña o el gusano que nos habiten no guardarán memoria de nuestros delirios.
El vuelo truncado o la frustración
La primera lectura de Abril y lejanía (1961) y Giramor (1961) nos ha dejado una fuerte sensación de la vida concebida como un proyecto frustrado, un sueño entorpecido, una perspectiva abierta hacia el futuro que se corta bruscamente. En ambas colecciones tempranas, el transcurso de la vida se perturba por un elemento de sorpresa que mutila el tiempo –hasta las partes del día se desgajan aquí; “mueren los días” y “muere la tarde”; “se hace añicos la mañana”– y pervierte o pone en peligro la acción iniciada; tales elementos son a menudo la sombra, la tarde, el otoño, el silencio y el viento, es decir, los mismos símbolos de la muerte que ya hemos analizado. “Nos sorprende la tarde / con su juego de sombras” o: “Un gnomo / divierte / sus minutos / desparramando / sombras.” En estos versos “el otoño vigila mis pasos” y el viento “vigila” o “gime en la noche”, el silencio “estorba el paso de la alondra” o “derrota al hombre”.
En las primeras colecciones el viento aguarda y acecha, pero en Aracanto (1966) ataca y asesina:“El viento lleva / palomas y olivo // Brilla la noche // Caen olivo / y palomas // sobre la arena” (La canción del árbol). O, más adelante, en el poema Aracanto: “Sobre la arena brillante: / una gaviota. // Pasa el viento, // y rueda dunas abajo / su cuerpo de clara luna // la gaviota.” En estos versos la autora consigue el efecto de frustración al lanzar la acción –representada por las aves voladoras símbolos de la vida– pero introduce enseguida un elemento destructor o estorbador (viento, silencio) para congelar el movimiento: la presa cae muerta alcanzada por un tiro disparado por una mano invisible. Aparte del furor asesino del viento –curiosamente el mismo elemento que hace posible y sostiene el vuelo de las aves– aquí llama la atención el uso del verbo brillar y el adjetivo correspondiente brillante, el que al crear un contraste resalta el esplendor de la vida frente al siniestro drama de la muerte.
De la colección Giramor (1961), donde los aires alegres preñados de voces infantiles se mezclan con notas de gravedad como casi siempre ocurre en la obra de Carmen Luz Bejarano –ya que la alegría pura o la felicidad inmaculada, a salvo de la muerte que lo salpica todo con su savia venenosa, difícilmente existe en su obra–, hemos extraído los siguientes versos que envuelven el paisaje en un ambiente de frustración:
En algún lugar de la tarde
duerme
la ciudad sin campanas.
En algún lugar del alma
duerme
la ciudad de los sauces
y los sueños:
La esquina blanca
que ensombreció los rostros,
la pálida gaviota.
La ciudad sin campanas.
Y desde algún lugar del alma
llega Otoño
con su carga de rosas amarillas
a envejecer las charcas.
En este poema de los años juveniles, el paisaje se despoja de toda señal de vida: la luz (por ser una tarde de otoño), la acción (la ciudad duerme), los rumores (por ser la ciudad sin campanas), los colores (la esquina blanca, la pálida gaviota, las rosas amarillas), el aliento vital de sus habitantes (los rostros ensombrecidos) y hasta el frescor de sus aguas (las charcas envejecidas): ilusionados quizás en un principio por lo que nos rodea, nos encontramos de repente en una ciudad fantasma abandonada por la vida –inerte, incolora e insonora– sumergida en la muerte. Un cuarto de siglo más tarde, en Pentagramas ebrios (1986), igualmente en medio de un paisaje de atardecer: “Sintiendo cómo muere la tarde […]” vuelve a aparecer el color amarillo en los versos que concluyen el poema Retamas encendidas:
amarillas, amarillando el agua
un cuerpo que se esfuma
detrás de las montañas
y una tarde de invierno
esa tarde que muere
con el rumor del río
acaso
acaso ya no vuelvas
amarillando el agua
retamas encendidas
amarillas
amarillando un sueño.
La concepción de la vida como un vuelo truncado por la muerte recibe su perfecta expresión en el mito de Ícaro, el que atrae a la autora hasta para reflejarlo en el título de uno de sus poemarios Triunfo de Ícaro (1967); pese a la evidente frustración de su sueño Ícaro es presentado como un héroe que “salta su sombra” y “burla su gravedad”, en un acto audaz de desafiar a la muerte. Aparece aquí junto con otras figuras de la mitología griega y numerosos personajes bíblicos –desde Noé hasta el nazareno– e incluso científicos como Einstein, para ceder el paso finalmente a Sísifo, el prototipo del hombre frustrado; en este caso es un “Sísifo multiplicado” que “solloza / jadea / sucumbe” bajo su carga que también es la nuestra.
El vuelo truncado lo volvemos a hallar más tarde en La Dama del Sosiego (1991): “En feraz armonía con el vuelo truncado / si intentara ligera apartarme del hoyo / otra ruta tal vez este ser me perdiera.” Y, finalmente, en El Grito (2002), la frustración ante la muerte busca su cauce en estas imágenes estremecedoras:
Pusiste un caleidoscopio
a la altura de mis ojos
como quien pone límite
al vuelo del ave más huraña
y ella cree
que se abrieron las grutas
y los mares
y echa a volar sus sueños.
Y el trino se le vuelve un nudo
en la garganta.
La imagen más abrupta la encontramos en la última página de esta última colección: “Mansa arena / tiempo que ondula y cae / con la fuerza del tajo.” Versos de enorme densidad que reducen al hombre a un puñado de arena –quizás al que contiene el reloj de arena y que discurre, sin voluntad propia, según las leyes de la física– y que, en vez de trazar una línea recta para marcar la longitud de la vida, le permiten un par de pliegues para prolongarla –hasta dejar caer la guillotina.
Otro recurso, aparte de la imagen del vuelo truncado, al que recurre la poeta para hacer valer la idea sobre la vida como un proyecto frustrado, es el frecuente uso del adjetivo inútil, el que marca su obra desde la primera colección Abril y lejanía (1961), donde se siente invadida de “una tristeza inútil” –expresión de doble negación reforzada más adelante por la exclamación que cierra los versos del poema siguiente: “Y no sé qué hacer / con este clavo / de tristeza”– hasta el último poema Yazgo (2002), que convierte en “goznes inútiles” “los párpados cerrados para siempre”. Es genial en su concreción esta metáfora acabada con un toque de humor agudo y persistente hasta el último momento de la vida y la obra de la poeta al recurrir a un término que designa un dispositivo de uso común inhabilitado por la muerte. En realidad, se trata de una paráfrasis de una metáfora anterior que hallamos en la colección Furia de la arcilla (1977):
Chirridos bisagras rotas
puertas y sonrisas se nos pudren
garabatea la muerte mi silla mis espejos
la cuchara
los ojos que me miran
la carne tiembla agazapada
el viento polen de muerte
sacude las ventanas
Entre las violentas escenas de Juan Angurria (1972), donde madre e hijo se confrontan en un terrible ritual de vida y muerte, en el que Juan sanguijuela “chupa oscuros pezones / río de muerte” –o sea el niño extrae a la madre el alimento necesario y ella le devuelve en el líquido vital los genes de la muerte–, recobra una fuerza extraordinaria la yuxtaposición de elementos vitales con los de anegación y allí vuelve a surgir el adjetivo inútil, en un contexto chocante: “María / tu juan tu niño se ha dormido tu juan celeste tu sanguijuela en el pezón inútil” y “maría oscuros inútiles pezones / vientre fecundo tisis galopante” (la madre afectada por la muerte). Más adelante, ya muerta e integrada a la tierra “se le pueblan de raíces los pezones”. Aquí tenemos una curiosa coincidencia con la obra pictórica de Frida Kahlo, la pintora mexicana que, en sus autorretratos, solía rodear y cruzar su cuerpo con elementos naturales como raíces, ramas y flores. Al final de este poema, madre e hijo vuelven a integrarse en las entrañas de la tierra –y allí nos incorporamos con ellos–, saciados, ya que allí ya “no nos dolerá el hambre / nos dolerá la tierra”.
La muerte, ¿es un proceso o un suceso?
La idea sobre la vida como un vuelo truncado por la muerte nos puede hacer pensar que la muerte es algo ajeno a la vida, un accidente que sobreviene y perturba el curso normal de la vida –y, desde luego, las imágenes estudiadas más arriba como el viento asesino, que amputa la vida en pleno vuelo, podrían favorecer esta interpretación–, pero creemos que es justificado, a la luz del material que hemos analizado, sostener que para nuestra autora la muerte es inherente a la vida, casi otro atributo de la vida, y más que un suceso, un proceso que dura toda la vida integrándose y hasta identificándose con ella.
En algunos pasajes, la lectura de la obra de Carmen Luz nos ha hecho pensar en un cierto parentesco con García Lorca, otro “poeta de la muerte” –y ya veo cómo estoy calificando a nuestra autora, ¡ojalá no me equivoque! Y, desde luego, ella le debe algo –pero ¡quién no le debe a Lorca entre los poetas de lengua española nacidos después de él!– y hasta lo evoca en su colección Aracanto (1966), especialmente en los versos de la Canción del retorno: “Ay, alfarero del aire […]”. Sin embargo, pensamos que hay una diferencia entre estos dos poetas identificados por la trascendencia de la muerte en su obra en el sentido de que para Lorca, la muerte –pese a su fuerte presencia junto a la sexualidad– es más una realidad exterior a la vida, de alguna manera separable de ella, un accidente inevitable y fatal que sobreviene y sorprende. Piensen en los versos iniciales de uno de los poemas del Romancero Gitano: “Voces de muerte sonaron / cerca del Guadalquivir”(Muerte de Antoñito El Camborio). Versos, palabras y sílabas que caen como tiros, uno por uno, con una fuerza fatal –porque sí hay siempre fatalismo en la muerte lorquiana– como una sentencia dictada por un tribunal de emergencia. En fin, una muerte en acción. ¿Una muerte masculina quizás? Creemos que sí. Una muerte trasladada fuera del cuerpo masculino que nunca tuvo que exponerse a la muerte por gestar la vida en sus entrañas para expulsarla después a riesgo de su propia vida. Si no fuera así, ¿por qué serían las mujeres las que se ocupan de disponer a los muertos para su último viaje lavando, vistiendo y velándolos y hasta llorándolos como ocurre, por ejemplo, en la tradición de las plañideras carelianas de nuestro país? Y si hay una muerte masculina, violenta y vertical, seguramente hay otra, la muerte inherente e intrínseca, la muerte orgánica, quizás menos heroica y menos escandalosa, pero más cotidiana y más íntima: la muerte femenina, más fácil de domesticar.
Indudablemente, para nuestra autora, por haber tomado conciencia del carácter insoslayable de la muerte desde una edad muy temprana, como hemos visto, especialmente por las notas autobiográficas de El Cuarto de los Trebejos (1989), donde dice que “no nacer significa borrarse ese largo y continuado morir”, la muerte es un compromiso que asumimos al nacer o, a más tardar, al tomar conciencia de este hecho ineluctable, un proceso prolongado que dura toda la vida: es la sombra que nos acompaña a cada paso o ese animal doméstico que cargamos sobre los hombros, del que habla la autora y con el que podemos convivir. Para domesticarlo hay que conocerlo –¡acuérdense que para conocerlo basta con girar la mirada hacia dentro como nos ha advertido la poeta!–, ya que si no, se vuelve una fiera salvaje que nos sorprende y nos asalta por cualquier impulso o capricho y nos obliga a vivir espantados en un pánico constante. Yo creo que las culturas de hoy, al menos las del llamado mundo occidental, deslumbradas por sus avances tecnológicos que presumen superar la muerte –o prolongándola artificialmente o reproduciéndola por todas las vías imaginables e inimaginables–, al ocultar y al negar la muerte nos privan de lo más valioso de la vida: su gravedad. Siendo la muerte nuestra brújula en la vida, si la perdemos, ingrávidos empezamos a errar sin saber quiénes somos ni a dónde vamos, ya que creo que nos identificamos gracias a la muerte que es la garantía de nuestra autenticidad. Para mí lo más terrible sería verme reproducida, clonada –¡qué feo suena esa palabra!– siendo otro y no ser yo. Si tuviera que optar entre la autenticidad limitada en tiempo y la eternidad clonada, optaría por la primera.
¿Resignación o rebeldía?
Hemos aludido ya a la evidente inspiración quevedesca de la obra de Carmen Luz Bejarano; formalmente, la influencia de Quevedo se hace patente, sobre todo, en los versos sobrios de nítida construcción clásica al estilo sonetista de La Dama del Sosiego (1991), a la que tantas veces nos hemos reportado por considerar que, si bien la muerte impregna toda la obra de la autora, es la obra clave para entender su concepción de la vida y la actitud que adopta frente a la muerte –quiso la casualidad (¿!) que fuera precisamente ésta la obra que me entregó la autora con su dedicatoria en ocasión de nuestro primer y último encuentro–, aparte de lo cual hay una evidente unidad ideológica entre ellos, ya que comparten la misma visión de la muerte como una realidad intrínseca a la vida, un proceso que dura toda la vida. Hasta coinciden en las imágenes que les sirven para hablar de la vida y la muerte como la sombra y el sueño (presentes en la obra de ambos) o los mudos pasos y el callado pie de Quevedo, los que son el “insonoro caminar” de nuestra poeta: “¡Qué mudos pasos traes, o muerte fría, pues con callado pie todo lo igualas!” (Quevedo, Salmo 19); en el poema cuyo subtítulo nos “enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte” Quevedo deplora: “Salíme al Campo, vi que el Sol bebía / los arroyos del hielo desatados, / y del Monte quejosos los ganados, / que con sombras hurtó su luz al día” (Heráclito cristiano, subrayado nuestro).
Sin embargo, consideramos que hay una diferencia en cuanto a la actitud o la estrategia que adoptan estos dos poetas intrigados por la muerte. En Quevedo, a pesar de la desolación provocada por el saber que nuestra existencia sobre la tierra es efímera, encontramos una especie de sumisión o resignación humilde ante la muerte y es cierto que esta misma actitud de resignación puede reconocerse incluso en ciertos pasajes de la obra de Carmen Luz Bejarano como en estos versos de La Dama del Sosiego (1991):
Torpe tórnase el cuerpo y sumiso
se inclina a buscar el regazo.
No nos sirve el deseo de torcerle
los ánimos. Su solaz es la tierra.
Quevedo, sin embargo, se siente alentado por la esperanza de una vida posterior a la muerte como atestiguan los conocidos versos del poema subtitulado “Amor constante más allá de la muerte”: “Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día, […]”, los que concluyen: “su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”. Ya habíamos citado estos versos del gran clásico español para establecer cierto parentesco con los versos de nuestra poeta en La Dama del Sosiego (1991):
Y aunque en frágil materia estañara el amor
no es vana la huella que conmigo te lleva.
Incorrupto rescoldo que siguiéndome en brasa
hará dulce mi estancia en el hoyo perenne.
Ha llegado la hora de precisar: aparentemente tienen un contenido muy similar estos pasajes en cuanto a su testimonio de una gran pasión por la vida, pero, en el caso de Quevedo, encontramos, en primer lugar, la dicotomía propia del cristianismo –la del cuerpo y el alma (representada aquí por “cuidado”)– y, en segundo lugar, estos versos nos afirman que la vida tiene sentido aun más allá de la muerte: “serán ceniza, mas tendrá sentido” (subrayado nuestro).
Es posible que la actitud de serena resignación que hemos observado en Quevedo se explique precisamente por la perspectiva de fe cristiana que tantas veces ha animado a las almas afligidas por la muerte. El caso de Carmen Luz Bejarano es otro. Para ella el hombre es un todo indivisible: cuerpo y alma vertidos en el mismo recipiente, perfectamente confundidos e inseparables; en realidad, por lo que hemos visto, ella apenas opera con estos términos en su obra. Para ella, somos un cuerpo que sufre, goza, razona y sueña, se desfigura y se altera y al final se desintegra –para volver a transformarse e integrarse al ciclo de la naturaleza como veremos más adelante al tratar el tema del retorno. En cuanto a la posibilidad de una existencia personal posterior a la muerte o una resurrección –en términos religiosos–, la obra de Carmen Luz Bejarano es bastante explícita, especialmente cuando habla directamente de la muerte y nuestro supuesto paradero posterior: no hay evidencia directa de ella en su obra. (Más adelante volveremos aún a tratar este tema.) Lo que nos dicen los versos de La Dama del Sosiego citados más arriba es que la vida no es vana, pero la justificación no es deducida desde la perspectiva de la eternidad o la inmortalidad: la vida es valiosa aun cuando no tenga sentido. La dulzura del hoyo perenne no es el anticipo de una vida venidera planteada en perspectiva de eternidad, sino el residuo (el rescoldo) de la vida consumada, el recuerdo caliente de lo vivido, el fervor de la pasión que nos trasmite un mensaje bien claro: si la vida es bien aprovechada, intensa y apasionada, nos costará menos renunciar a ella. La vida más triste, la que realmente agranda la desolación de la muerte hasta dimensiones insoportables, es la que se deja de vivir: no hay rescoldo sin brasa.
A diferencia de Quevedo, en la obra de Carmen Luz Bejarano no hay serenidad ni sumisión ante la muerte; ella se rebela –desde muy temprano como hemos visto– y lucha. Apasionada, se lanza a la batalla desigual. No le impide que conozca el resultado final; a lo mejor precisamente por conocerlo embiste, esquiva y asalta con aun mayor empeño:
No me hallarás sumisa en la sorpresa.
Que aún si mi cuerpo a tu placer subyugas
en acto igual te burlaré intenciones.
Estos son otra vez versos extraídos de La Dama del Sosiego, un libro escenario de un verdadero duelo, donde, en términos jocosos, humorísticos e irónicos a veces y con palabras ágiles como las armas, la poeta se dirige a su adversaria:
Propongo
a un cambio de manos la guadaña
a ti el reposo a mí el rebaño.
Mas si a tu quehacer me rindo
ríndeme luego.
¡Qué torera! La última página del libro nos guarda una sorpresa: quitándole los atributos a su enemiga –para igualarla en fuerza– la torera se vuelve el toro y ahora embiste ella: “En el último envite jugarás a perder / yo ganando a mi modo cerraré la partida.” Las páginas de La Dama del Sosiego nos ofrecen un ejemplo de heroica resistencia y una gran sabiduría al afirmarnos que aun conscientes de que somos presa de la muerte, si amamos la vida con pasión y si estamos dispuestos a luchar por ella, podemos hurtarle nuestras victorias y, al final de una vida grandiosa, hasta plantearnos una muerte grandiosa:
A tu acechanza opongo desprevenido gozo
entre ver y no ver disfruto la cosecha.
Cuando extenuada a tu fisgar me rinda
arrastraré conmigo un universo en ruina.
Esta misma actitud de lucha y terca resistencia ante la muerte caracteriza a la autora hasta sus últimas creaciones que son la nouvelle La Ruta del Ciprés (2001), donde ya desgarrada por la enfermedad se vuelve a sumergir en el mundo de los místicos aracantos mezclando sus recuerdos con el dolor del día, y el poemario El grito (2002), terminado poco tiempo antes de su desaparición, el que nos ha dejado el testimonio de una lucha muy suya:
Soy colmillo
Soy garra
Duermo a merced
De la guadaña
Soy frágil
Este trozo de tierra
En vida que germina
Artera lanza
Le hiere los costados
Me desangro.
Versos cortos iniciados en mayúscula –para resaltar el esfuerzo que suponen siendo cada verso como una empresa nueva e independiente del que le precede y como sabiendo que puede ser el último o quedarse inconcluso– que componen frases truncadas, disecadas en versos aislados; a través de ellos nos llega el aliento fragmentado de la enferma que lucha por su vida –y por su poesía, ya que sabemos que para ella es lo mismo como queda plasmado en el título de su obra completa: Existencia en poesía. El poema que cierra la última colección, ya lo hemos analizado en otro contexto, pero lo reproducimos aquí para resaltar el coraje de la autora y la tersura de la expresión: “Mansa arena / tiempo que ondula y cae / con la fuerza del tajo.” Y veamos aún los versos de su último poemario Yazgo (2002):
Soy en la lúgubre cadencia
el último cristal de arena
húmedo por el llanto
se resiste
a caer en la fronda del gusano
aunque el abismo lo seduce.
No es casual que uno de los últimos verbos movilizados por la poeta en su defensa ante la muerte inminente sea precisamente éste que nos traduce la idea de resistencia.
Infancia – un reto a la muerte
Cuando hablamos del barco como uno de los símbolos de la vida en la obra de Carmen Luz Bejarano, anotamos que casi siempre viene asociado a la infancia, ese período formativo que nos lanza a la aventura de la vida que es el mar que atravesamos a bordo del barco armado por la madera de nuestras primeras vivencias; reproducimos aquí una muestra de la colección Del amor y otros asuntos (1984):
En ácida fragancia de laureles
me golpea la infancia
descaradamente alegre
tal vez sea cierta su alegría
porque aún
se sostiene y con espléndido
verdor
hiere mi memoria
Estos versos se desenvuelven en medio de una dulce amargura; por un lado, constituyen un bello homenaje a la infancia al reconocer la autenticidad de nuestra primera alegría que nos dura toda la vida, pero, al mismo tiempo, traducen el dolor que nos causa saber que la hemos perdido para siempre. Otra vez el recurso para conseguirlo es la yuxtaposición de términos dispares: ácida fragancia y descaradamente alegre así como el uso de dos verbos de fuerte carga negativa y hasta violenta: golpear y herir, en un contexto sumamente positivo.
En otro poema de la citada colección, titulado Tahití viene al recuerdo, encontramos los siguientes versos: “a Tahití a Tahití enrumbabas / despejando la sombra / con un soplo de infancia”, los que nos hacen pensar que para nuestra autora la infancia es un arma para combatir la muerte, una vacuna contra la muerte que no nos cura la enfermedad, pero sí nos hace resistentes; no nos salva de la muerte, pero nos ayuda a vivir sabiendo que tenemos que morir. Sorprendentemente, la edad que mejor nos dispone para la muerte no es la vejez –la llamada antecámara de la muerte– sino “la sala sin tiempo” de la infancia, evocada por la autora cuando describe la vieja sala de su casa paterna en Aracanto (1966). Y aquí está la clave para explicar la importancia de la infancia: es el único espacio de la vida sin tiempo, ya que creemos con Carmen Luz que la infancia nos ha inmortalizado o eternizado ya una vez al borrar de nuestra conciencia temprana el concepto de tiempo: para el niño el tiempo sencillamente no existe. Yo me acuerdo perfectamente de la ausencia del tiempo en mi infancia y soy capaz de enfocarla en un recuerdo concreto: un día de verano estaba acostada en el césped viendo las nubes que pasaban arriba; el tiempo no existía –y no es una explicación posterior sino el recuerdo de un estado de ánimo retenido por la memoria durante medio siglo. El tiempo no existía porque era infinitamente largo, tan largo que no era relevante medirlo; “el día que sea grande” –¡y con qué impaciencia a veces lo esperaba!– parecía una circunstancia tan remota que ni resultaba real. Yo creo que eso es ser o –al menos creerse– inmortal.
Y tanta es la fuerza de la infancia que ni siquiera tiene que ser feliz –y cuántas veces lo sería– para surtir su efecto protector e inspirador. Cuando habla de su infancia –y hasta llega a decir en algún pasaje que es la edad más trágica de la vida– en El Cuarto de los Trebejos (1989), siente remordimientos al no haber reconocido siempre las delicias de la infancia en el momento en que ocurrían y agrega: “Quizás no fuimos felices mientras vivíamos nuestra infancia pero cuán firmes permanecen esos días y con cuánta claridad les vemos la ternura no vista, el amor, la alegría.”
Si la infancia nos hace resistentes ante el reto de la muerte, la misma
función tienen, sin duda, los hijos, que son nuestra proyección en vida, la huella más concreta que podamos dejar sobre la tierra. En la producción literaria de Carmen Luz Bejarano, envuelta en un ambiente de melancolía y frustración mensajeras de la muerte desde los primeros versos que escribe, la presencia de sus hijas pequeñas –su primera hija nace en 1958– se hace sentir en las notas alegres que en momentos llegan a aligerar el tono de gravedad de las primeras colecciones, especialmente, en Giramor (1961):
Tengo tu edad, Maritza;
tu matinal edad.
Discurro entre la tarde
y el viento
como tú, frágil alondra.
Mi sombra la descubro
casi sin sombra:
ala y dulzura.
Tengo tu edad, Maritza;
tu breve edad de brisa.
La poeta madre se siente revitalizada y al menos momentáneamente a salvo del asecho de la muerte: “Mi sombra la descubro / casi sin sombra”. Hasta aquí están presentes sus habituales símbolos de la muerte (sombra, viento y tarde), pero contrabalanceados por alondra, brisa y mañana, elementos de la vida. Es interesante e ilustrativa de la nitidez expresiva de la autora y su capacidad de distinción semántica la diferencia que se establece –no sólo aquí sino también en otros pasajes de su obra– entre el viento y la brisa, de evidente semejanza física como fenómenos atmosféricos, siendo, sin embargo, el primero un elemento asesino violento –desde luego por su mayor fuerza física– y el segundo un aliento vital de mayor suavidad.
En Juegos de Casandra (1999), la autora vuelve a potenciar las imágenes de la infancia para que la acompañen y asistan en el último trayecto de su vida:
En algún lugar mi infancia exangüe
agónica
empuja un barco en lontananza
[…]
Me viene nueva la niñez
tan nueva
que me deslumbra con su brillo
[…]
Terca niñez
empuja hasta mi orilla el barco amado
y en la comarca de la niebla
propicia nuestro encuentro.
Y más adelante afirma:
No es el ocaso el que transporta mi alma
mi cuerpo
Es el ventarrón de la infancia
abriendo brechas
en la roca
y el mar toca mi orilla
Resplandeciente luna
allá donde tú miras furioso atardecer
Devuélveme aquel barco que tanto mío lleva
Finalmente cierra la colección –una de sus últimas– con estos versos que queremos reproducir aquí:
Navegando en aguas tenebrosas
la Caja de Pandora
sin enigmas
fútil barcarola
Una botella en lontananza
guarda
el secreto más dulce
Y allá va el barco de la infancia
deslizando sus sueños en la niebla
enigma perpetuo
navegando horizontes sin mácula
perdiéndose
iluminando oscuro vientre de ballena
extendiendo el mar
hasta mi almohada.
Estos versos nos proporcionan tres secretos: el secreto de la vida (la Caja de Pandora) ya descifrado por lo vivido, el secreto de la muerte (la botella en lontananza) aún sin descifrar (por ello es el secreto más dulce por ser un secreto de verdad, el único que no conocemos y que nos puede traer sorpresa) y el secreto de nuestro origen (el barco de la infancia), el que conocemos en parte, sin que deje de ser un enigma, y el que “iluminando oscuro vientre de ballena” nos ayuda a afrontar la muerte; el mar –tanto aquí como en otros contextos que analizaremos aparte– resulta un elemento de síntesis que cierra el ciclo siendo a la vez nuestro origen y nuestro destino.
¿Habrá vida post mortem?
Ya hemos anticipado que en la obra de Carmen Luz Bejarano no hay evidencia de una vida posterior a la muerte concebida como prolongación o reproducción de la que nos toca vivir sobre la tierra, a partir de una autenticidad individual. En varios contextos –tanto en su poesía como especialmente en los textos en prosa, en los que habla de la muerte explícitamente–, ella da a entender que con la muerte se desintegra y se descompone nuestro cuerpo, el soporte material de nuestra conciencia individual contenedora de nuestros recuerdos y vivencias. En la muerte, sencillamente dejamos de existir en el plano individual o personal: “Lo único cierto nos aguarda en el regazo de la tierra. No existiremos.” Esto es lo que ella afirma, al mismo tiempo que niega que el gusano que nos habite guarde memoria de nuestros delirios. (Véase más arriba en Un gañido en el espacio.) Explícitos son igualmente los versos del poema introducido por una alocución directa a la muerte: “Muerte mía / doméstico animal sobre mis hombros” comentado ya en otro contexto, los que nos presentan una especie de credo negativo de la poeta: “y en nada creo / sólo en ti y en el horror de tu esqueleto”. Asimismo abundantes son los pasajes que hacen referencia al olvido y la aniquilación de la memoria: “Los ojos de los muertos / espejos olvidados / donde se quiebra a pausas / el viento y el sonido” (Abril y lejanía 1961). Y los versos que cierran esta primera colección son los de un poema dedicado al olvido, donde “[…] rueda, rueda el olvido”. La idea de no dejar una huella en esta tierra desata su desolación en el último poema Yazgo (2002), que ya hemos citado:
¿A dónde irá este manojo
de sueños capitales?
Quizás a la entretierra
de las antípodas
ahí girará este astro solitario
para memoria de nadie.
Por otra parte, por momentos, en la obra de Carmen Luz Bejarano, especialmente en sus poemas, aparece una prudente alusión a alguna forma de existencia personal más allá de la muerte. Lejos de ser una certeza o una convicción es más bien una especie de añoranza de vida. Para nuestra poeta, este anhelo de superar la muerte se traduce por el verbo soñar, símbolo de la vida y la creación, sustentador de nuestra conciencia, como ya hemos visto, en La Dama del Sosiego (1991): “Acaso habrá manera de soñar todavía / con los ojos en blanco amalgama de barro.” El siguiente poema de la misma colección apunta a lo mismo:
En brusco descender perturbaré otros cuerpos
o quizás en suave despeñar me acodaré inefable
en una entraña dúctil y espavorida para soñar
aún y en un último espasmo arraigarme a la tierra.
Y aún en Juegos de Casandra (1999): “Cuando este litoral soledoso / se crispe en tempestad / sólo seré en mi último refugio / partícula de un sueño / o la nada que aún sueña”; o en éste de Giramor, dedicado al padre de la poeta, concluye:
Le crece la tristeza
como musgo, en las cuencas.
Pero, mi padre, aún sueña.
Y con un puño de hierba
abre grietas al tiempo.
Mientras tienden el vuelo
los cipreses
A esta tímida esperanza de inmortalidad o prolongación de la vida se suma una especie de agnosticismo de los versos de La Dama del Sosiego (1991): “No exijo pausa. A tu armonía me doblego. / En tus ojeras se me abre un cielo / aunque pleno de zozobra inconocido.” Otro pasaje que insinúa una actitud agnóstica, ya lo hemos citado al hablar de la infancia como un reto a la muerte: “Navegando en aguas tenebrosas […]” (véase más arriba), “Una botella en lontananza / guarda / el secreto más dulce” (Juegos de Casandra 1999).
La muerte como retorno
Es evidente que la solución más plausible ante el problema de la muerte y la vida posterior a ella es para Carmen Luz Bejarano la idea de la muerte como retorno, en un proceso de integración precedido de otro de desintegración que transfigurados nos devuelve a nuestro origen: la tierra pacha mamá o el mar o –quién sabe si el cosmos– los tres elementos que hemos transitado en nuestra evolución. El material que sugiere esta solución es abundante en la obra de Bejarano y se resume con nitidez en los últimos versos de Juegos de Casandra (1999): “Huyo por un rayo de luz no frecuentado / para iniciar / el eterno retorno y el ritual de las máscaras.” Esta idea es reafirmada por los versos de una colección posterior, El Jardín de la Delicia (2001):
Todo será devuelto a su origen
habite
mar tierra o galaxia críptica.
Una lágrima en el ojo fluye.
En realidad, son tan frecuentes las alusiones en este sentido que se nos hace imposible un análisis exhaustivo y completo, en esta ocasión; en cambio, proponemos un enfoque para acercarnos al tema y ofrecemos algunas muestras para explicitar nuestras ideas.
La desaparición o la destrucción física –la llamada muerte biológica– es para nuestra autora un hecho tanto individual como colectivo y hasta ecológico, como sucede en Un Gañido en el Espacio (1994–95), su llamada “prosa en poema”, una vehemente defensa de nuestro planeta y su civilización, que nos advierte de la superioridad arrogante y vanidosa del hombre dispuesto a acabar hasta con el universo; aquí la sombra, el emblemático símbolo de la muerte de su obra, se despoja de su romántico contenido quevedesco al asociarse a la tragedia de Hiroshima. En este último plano, que es el plano ecológico y hasta cósmico, si el cataclismo –ya en marcha avanzada– se completa un día, no hace falta hablar de retorno; no lo hay.
En el plano colectivo sí hay retorno: en algunos de sus poemarios, sobre todo, en Furia de la Arcilla (1977), Imagen Sideral (1970) y Triunfo de Ícaro (1967), la autora presta su voz a los muertos de todos los tiempos que, en medio de estruendos topetazos de huesos, pululan en las entrañas de la tierra convertida en un gigantesco cementerio, constante escenario de la muerte colectiva, sucesiva y consecutiva, por donde “El hombre caravana infinita / husmea / relincha / con las narices húmedas / en sangre y en rocío” (Furia de la Arcilla), donde sucede “el suicidio colectivo impersonal” y “donde Sísifo multiplicado / increíblemente numeroso / solloza / jadea / sucumbe” (Triunfo de Ícaro). En un gesto solidario, la poeta se une a esta humanidad sucumbida y por sucumbir:
Yo no elegí
escombros
cenizas
andar a tientas
en esta bruma de pelos y colmillos
tropezando con huesos y huesos
y sollozos
atravesar la noche
sus grutas de ahorcados
su jauría
sus pestañas de fuego
Yo no elegí ni piel ni cáscara
ni fruto
pero día a día
en todos los espejos
y en el del agua
bebo
la piel de mis hermanos
[Furia de la Arcilla]
Si los aborígenes australianos siguen la huella de sus antepasados por los “senderos de canto” que surcan la tierra, los versos reproducidos más arriba nos hacen pensar que Carmen Luz es capaz de convocar todo un coro ancestral que gime en las entrañas de la tierra.
La muerte individual es quizás más tranquila, pero no menos dramática. Como tiene esa implicación de lucha que le precede, de la que hemos hablado anteriormente, el desenlace siempre es, de alguna manera, violento, especialmente en las últimas obras de la poeta, donde difícilmente existen estos pasajes de apacible ternura que hemos encontrado en las colecciones más tempranas:
Clelia
quieta arcilla
bajo la luna de abril.
[…]
Clelia hermana mía,
amo el gusano y la hierba
porque han bebido en tus manos
y en tu cuerpo adormecido
bajo la luna de abril.
[…]
Arcilla eterna tu cuerpo,
junto a mi cuerpo.
o
Mis manos
barro antiguo y persistente
en vértigo de alas
ahondan el espacio.
Estos versos sencillos son ilustrativos al transparentar la concepción de Carmen Luz Bejarano, quien a lo largo de toda su obra reafirma el ciclo vital: estamos construidos de barro y barro nos volvemos; la pequeña parienta muerta convertida en arcilla (en reposo) y las manos de barro de la poeta (en movimiento); en fin, los vivos y los muertos somos de la misma materia; lo que nos separa momentáneamente –pues ya volveremos a encontrarnos al integrarnos a la tierra– es el movimiento. En un poema de Juegos de Casandra (1999), dedicado a la madre de la poeta, esta unión orgánica entre los vivos y los muertos se logra con estos emocionantes versos llenos de ternura:
Acércame tu cara
hay hilachas de tierra en tus mejillas
mis manos
antiguos arroyuelos
refrescarán tu piel
la volveré lozana.
Serás otra vez
en el centro del huerto
apoyada en los granados
la joven mujer que me arrullaba
y me hacía beber de sus pezones
(y quién sabe
otra vez de tus fuentes bebería
el néctar de recobrada infancia)
De una manera conmovedora, la poeta (viva) engatusa a la madre (muerta) para que no tenga miedo de salir de su escondite afirmándole que ella es de la misma materia (“mis manos / antiguos arroyuelos”).
En los versos de La Dama del Sosiego (1991), la poeta vuelve a evocar el reencuentro con la madre a través de la muerte: “Acaso tendrá el hoyo la insólita ternura / de primavera oscura o madre recobrada.” La idea de convertir el hoyo en útero me recuerda una sepultura prehispánica que encontré hace años a mi paso por el Museo de Antropología de México, donde me quedé impresionada ante la vista del bulto acurrucado en posición fetal dentro de su sepultura, e igualmente me asombraría la carátula del libro que me entregó la hija de la desaparecida poeta, el que lleva impreso el último poemario de Carmen Luz, Yazgo (2002), ya que en ella vuelve a aparecer la misma figura acurrucada, esta vez confundida con un caballito del mar. Y, dentro del libro, estos versos que crean un espeluznante contraste con la idea del útero materno: “Útero padrastro el que me acoge / con argucias de ternura.” Sin embargo, resulta totalmente coherente la idea del útero padrastro con los versos que le preceden:
En extrema orfandad
un latido de tu sangre en el espacio
quietamente me acodero.
Auriga translúcido
a contraviento aúlla
pierdo rienda dogal
me desboco
en extrema orfandad.
Nacidos del útero materno y orfanados por la muerte, terminamos en el útero padrastro.
Otra imagen de reencuentro hecho posible por la idea de la muerte como retorno a la naturaleza nos es ofrecida por estos bellísimos versos de Juegos de Casandra (1999):
Has de aprender a buscarme
en la huella apenas visible
en el encaje de la niebla
allá donde la ruta de los vientos enloquece.
Si es necesario
reúne las cenizas constrúyeme
con agua de mar y cristalina
inventa un barco fugaz y en lejanía
devuélveme
la dulce costumbre de hacer mío
el Universo.
El “encaje de la niebla” es nuestra memoria, fragmentada y falaz, perece-dera como todo, pero lo único que puede rescatar lo que hemos vivido y para ejercerla a veces hay que asomarse a lo desconocido y hasta a lo aterrador, para entender mejor. La idea de la reconstrucción a partir de las cenizas y el agua de mar y la fuga a bordo de un barco me evoca la mitología de nuestra epopeya nacional, El Kalevala, donde la madre del héroe Lemminkäinen, sale en busca de su hijo muerto recogiendo en el río de Tuonela (el río de la Muerte) sus huesos y mandando una abeja a buscar en el cielo el néctar que lo recupera para la vida. Lo que la poeta pide en estos versos no es nada menos que devolverle la vida y ya sabemos que la resurrección no es posible sino a fuerza del recuerdo. Y aún, en la misma colección: “Despeja los enigmas / háblame / en el húmedo rumor de los inviernos / y aguárdame si quieres en un copo de nieve.” La idea de Carmen Luz de transfigurarnos, después de muertos, en lo más efímero y fugaz, en lo minúsculo, nos deja un extraordinario legado de sensibilidad: mientras existimos los que sobrevivimos a nuestros muertos, tenemos la obligación de agudizar al extremo, infinitamente, nuestra sensibilidad para recibir las ofrendas de la vida.
Nos queda el mar –tan importante en la obra de Carmen Luz Bejarano– como posible retorno después de morir. Desde luego, puede ser nuestra última morada concretamente; se nos ofrece como el sitio predilecto para el retorno final por ser, según las teorías de la evolución, el origen de la vida de nuestra especie y con ello un elemento ideal –el útero-mar colectivo– para cerrar el ciclo vital: volvemos a donde nacimos un día lejano. Por eso, quizás, sentimos esa extraña atracción atávica hacia el mar. A lo mejor se refiere a esta condición del mar nuestra poeta, cuando afirma, en la colección Aracanto (1966), íntimamente ligada al mar: ”Antes que tú, / el mar y el río: // mi infancia / desasida de tu olvido.” O cuando conjetura en los versos de una colección posterior, Del amor y otros asuntos (1984), qué hacer a la hora de la muerte:
Quizás
huir en rastro de sandalias
adhiriéndose al mar
como algas o pulpos
tallados en ceniza resbalando hasta nosotros
en esta hora de nadie
la hora de la hora
El mar está presente en la obra de Carmen Luz Bejarano desde los primeros versos hasta sus últimas creaciones –en La Ruta del Ciprés (2001) es el tema central– y quizás precisamente por ser un elemento de síntesis puede asociarse fácilmente tanto con la vida como con la muerte; es fuente de alegría al igual que refugio de penas y siempre un consuelo:
¿El mar?
desencantada siempre retorno
a tus orillas
para lamer tu frente
y yacer en tu costado.
Me gusta
ese mecerse suave
y el feroz arrebato que destruye
peñascos.
[El Grito 2002]
Interpretamos estos versos partiendo de la idea de síntesis que representa el mar: nos sirve tanto en vida como en muerte, ya que a mitad del poema discernimos una juntura, una posible transición de un estado activo que produce placer (lamer) a otro pasivo que significa reposo (yacer). Esta misma dualidad es reforzada aún por la imagen de un mar en reposo (ese mecerse suave) y otro agitado (el feroz arrebato). Ya en un poema anterior, el citado Havis Amanda (2001), concluye sus versos en esta nota consoladora:
Mas siempre habrá un mañana
en céfiro y arrullos el mar te acunará.
Te mecerán las olas
como quien aduerme infantes bajo brillos de luna.
Aquí llama la atención el papel de madre atribuido al mar: con su mecer de cuna cuida a sus hijos amenazados de muerte (al igual que en la poesía de Lorca, la luna de luz fría se asocia aquí a la muerte).Frente a esta apacible escena llena de ternura materna, resultan doblemente chocantes estos versos contenidos en la colección El Jardín de la Delicia (2001), en los que excepcionalmente el mar deja de ser el sosegado refugio ante la pena y la muerte y adquiere un carácter netamente exterminador: “Mar violento / aguardo / tu garra de aracanto.”
Creemos que en la mayoría de los casos el mar y sus habitantes vegetales y animales cubren una función metafórica o simbólica en la obra de Carmen Luz Bejarano, quien en La Ruta del Ciprés (2001) vuelve a hablar de los aracantos, un elemento íntimamente ligado a la vida y la muerte:
Esa obsesión habitando mis cementerios marinos, entiéndase los de mi mar. Ellos son el juego, la luz, la sorpresa pero también la podredumbre y las moscas. Y qué con los cipreses enraizados a la tierra enredándose a los miembros de los muertos. Ni siquiera aproximan nuestros gemidos a los oídos del viento o a las subterráneas brumas.
¡Y cuánto los amo!
En primer lugar, el uso del posesivo (mis cementerios, mi mar) subraya la disociación de estos nombres comunes de su contexto genérico (mar, tierra, bosque, etc.) y los traslada a un ámbito íntimo y profundamente personal. En segundo lugar, resulta interesante la comparación con los cipreses –símbolo de la muerte y un elemento estable e inmóvil limitado en su espacio y movimiento frente a los aracantos que se mueven al ritmo del mar– incapaces de asistirnos en nuestro anhelo de comunicarnos con la muerte.
Este pasaje nos revela que los aracantos son para la autora un elemento intermediario que nos ayuda en la difícil transición de la vida a la muerte cubriendo así una función muy parecida a los ritos de transición –como puede ser, por ejemplo, la danza o la percusión o el llanto de las plañideras carelianas– de ciertas culturas llamadas primitivas. Por eso, no nos extraña que en la última página de este su penúltimo libro supla: “¿Me alcanzaría, usted, un ramadal de sargazos?” Es decir, quiere que la asistamos a morir. Curiosamente no dice aquí “aracanto”, sino que sustituye la palabra íntima, de restringido uso local, (la que no aparece en los diccionarios de uso común) por otra más conocida para asegurar la comunicación a la hora crucial. El procedimiento es genial, ya que nos reafirma a la vez que la muerte es siempre íntima, un acto solitario: ella se lleva los aracantos, nosotros sólo le podemos alcanzar los sargazos.
En conclusión, podemos decir que las imágenes, símbolos o metáforas de la muerte, aparte de las alusiones y reflexiones explícitas, son abundantes y constantes en la obra de Carmen Luz Bejarano; en parte son los mismos de siempre, presentes ya en la mitología griega y la tradición bíblica o en los grandes clásicos de lengua española así como en la imaginería popular de todos los tiempos, pero rehabilitados para plasmar una voz audaz y una existencia poética singular y reforzados por otros creados por ella, muy suyos e íntimamente ligados a sus vivencias personales.
Llama la atención la reiteración de las imágenes potenciadas por Carmen Luz Bejarano a lo largo de su obra para dejar constancia de su profunda conciencia de la fragilidad de la vida y el compromiso de lucha para sustraerse del abatimiento de la muerte. Es cierto que en la primera colección aún puede prevalecer la concepción romántica de una muerte idealizada que le hace afirmar que “morir es dulce” y hasta le permite un inocente flirteo a su galante que le inflige un lívido beso en los párpados:
Amanece.
Un encuentro de pájaros
dinamita el silencio;
alguien besa mis párpados
y pasa.
Nos sorprende la tarde
con su juego de sombras,
avanzamos:
alguien mide los pasos
y aguarda.
¿Será ya de noche
en el corazón del tiempo?
[Abril y lejanía 1961]
Pero son los mismos párpados que un día serían inhabilitados por ese mismo galante que le arrancaría los ojos para dejarle sus cuencas vacías:
Me atraganto en el esfuerzo
Los párpados cerrados para siempre
En ejercicio cotidiano
Sellados por la herrumbre en la noche absoluta
Inútiles sus goznes
Raen en el iris los paisajes
Convierten en polvo lo vivido se derrumban los
iconos
Sencillamente yazgo.
[Yazgo 2002]
Versos separados por cuarenta años de vida concebida como existencia en poesía. Carmen Luz amaba la vida; tenaz en su compromiso de afrontar la vida sabiendo que vivir es morir decidió invertir la verdad para afirmarnos que morir es vivir como atestiguan estos versos de Tambor de Luna (1988):
NO TEMAS
un día serás
flor
nube o viento
pez
o
ave
no temas
en la piel
del ser que animes
te gustará vivir
[Nota: Este artículo aparece en el libro De pérdidas y contentamientos – Encuentro con el universo de Carmen Luz Bejarano, Helsinki 2003.]
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