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Copyright © 2006 Alfonso Padilla y Maritza Núñez

Carmen Luz Bejarano

Carmen Luz, nuestra hada madrina

Winston Orrillo

La acción se sitúa a finales de la década del 60, allá, en el añoso Parque Universitario, en la mal llamada Casona de San Marcos. Era 1958 y acabábamos de ingresar a sus cuatricentenarios Claustros, a su histórica Facultad de Letras.

No sé cómo pero, en el segundo piso del Patio de Letras, cierta tarde nos dirijimos en busca de su Seminario, mejor dicho de la biblioteca del Seminario.

Y allí, de Dios sabe dónde, emergió una mujer extemporánea (en el sentido que Octavio Paz le daba al término: es decir, sin edad: ni contemporánea o anacrónica: eviterna podría ser mejor palabra). Después supimos que se llamaba Carmen Luz Bejarano. Pero, antes, ya nos había inundado con su afecto, con su bondad intrínseca, con su alma de maestra.

A nuestra supina ignorancia, ella la iluminó con nombre de obras, de autores. Incluso (recuerden, acababa de conocerla) nos prometió prestarnos algunos libros, lo que cumplió comedidamente. Muchos Borges, Kafkas y Malrauxs vinieron de sus generosas manos hacia las trémulas e ignaras mías. Si hasta recuerdo que a ella le debo la lectura de Kazantzakis, y su “Cristo de nuevo crucificado” que tanto me recomendara leer, que tanto insistiera en que degustara a pesar de mi inveterado ateísmo.

Luego pasaron los años pedregosos: vino la década del 60, yo me convertí en un feligrés más de la literatura, y en un proyecto de escritor. Algunos de mis balbuceantes textos primerizos –lo recuerdo– pasaron por las manos y las pupilas generosas de Carmen Luz. Siempre obtuve, de ella, la palabra cordial, el aliento salutífero.

Mientras tanto, yo, por cierto, ya me había enterado que ella era no sólo profesora de la Facultad de Letras, Escuela de Literatura, sino, asimismo,escritora, poetisa. Y me fue posible acceder a algunos de sus libros, en aquellas ediciones inconsútiles (que compartimos) del querido Javier Sologuren (vaya un saludo para su grandeza mellada por una salud precaria).

Pocas veces he visto alguien que se parezca más a sus libros, a sus obras, a sus textos. La misma sutileza, la misma recatada delicadeza, ese decir sin decir las cosas, esa ternura subterránea: todo en ambas: en la autora y en su poesía.

Y siguieron pasando los años pedregosos. Me hice profesor de la Universidad –como ella. Ingresé a la militancia en la causa de Vallejo y de Mariátegui y de Neruda. Conocí a su familia, que tanto se parecía a ella. Hice amistad con su compañero, tan parecido a ella. Y de lejos supe de su hija Maritza, la que estaba más cerca de nuestro oficio, y ahora lo comparte plenamente.

Vinieron los viajes fuera de Lima, fuera del Perú. Seguía yo siempre su obra, me encontraba con su persona en esos de vez en cuando que nos deja la vida voraginosa de hombres que estábamos atravesando la centuria.

Encontré que su voz poética no es que hubiera cambiado, sino que se había como enronquecido. Había más carga de dolor y angustia explícitos, pero también había la variación de géneros: la conocí en la narrativa, la gocé en la dramaturgia.

A pesar de un natural proceso de asimilación de las anfractuosidades de nuestra época, ella seguía siendo ella.

Vinieron los avatares de la vida –que incluyen a la muerte– y la seguí viendo: estaba más hermosa que cuando la conocí. Estaba más vital. Pero ya, la parca, que había venido primero por su compañero, la llamaba: sin embargo nosotros, en este Valle de Lágrimas, le decíamos que era necesaria. Por ello, creo, pudo resistir tanto.

Nos entregó su obra casi completa. Nos dio su vida integérrima. Nos dejó su amor, su ejemplo, su estela inexhaustible