Abril y lejanía Evocación de
Carmen Luz Bejarano
Edgardo Rivera Martínez
Allí en los años cincuenta era yo un estudiante de literatura en la Universidad Mayor de San Marcos de Lima. A la euforia de los descubrimientos literarios –obras, autores, corrientes– se sumaba la satisfacción de anudar nuevas amistades, y la aventura de admirar y enamorarse. Hacía muchos años que no retornaba a Lima, desde los tiempos en que pasé parte de mi infancia en la Bajada de los Baños en Barranco, por entonces balneario de la capital. Y se sumaba también el placer de sentarse en las bancas del Patio de Letras, en lo que en tiempos antiguos había sido el Convictorio de San Carlos, y era por entonces local de nuestra primera casa de estudios superiores. Sentarse allí, y contemplar la fuente y las palmeras, conversar de narrativa y de poesía con los compañeros, ver con frecuencia a personajes de nuestro mundo literario e intelectual. En alguno de esos días, no sé ahora de qué año, me mostraron a una muchacha no solo atractiva, sino vivaz, alegre, y de anteojos ligeramente ahumados. Me dijeron que se llamaba Carmen Luz Bejarano, y que escribía versos muy delicados. En algún momento nos presentaron, y probablemente compartimos algunos cursos, pero no lo recuerdo. Pasó así el tiempo, y al principio de los años sesenta, alguien me obsequió Abril y lejanía, esa plaqueta de poesía de las que editaban, en una serie con el nombre de “Cuadernos del Hontanar”, con gusto y con dedicación, nuestro gran poeta Javier Sologuren y Luis Alberto Ratto. El poemario había sido laureado en un certamen organizado por “Cuadernos Trimestrales de Poesía”. Contenía una poesía, breve, delicadamente concentrada, y tan femenina, que me causó gratísima impresión. Compartí por ello, desde el principio, aunque con algunos matices diferentes, el elogioso juicio que le dedica Alberto Escobar en el cortísimo “Al lector” que precede a la materia poética. Cuán bellos y diáfanos, en su mismo misterio, los versos iniciales:
Soy espejo
donde quedó
tu sombra.
Abril
vibrando
entre
mis manos.
Y el yo poético le pide luego a la tarde:
Devuélveme
el instante
en que no hubo
más palabra
que el silencio,
aquél
en que abril
fue lejanía
y más abril
que ahora.
Pasaron los años, y más tarde fui colega de la autora en la docencia, allí en la misma Facultad de Letras en que habíamos estudiado. Tuve oportunidad de leer y apreciar y deleitarme con otras obras suyas. Ambos pasamos después a la condición de profesores cesantes. Supe el año pasado de su dolorosa enfermedad y de su valentía, y luego su fin. Y ahora, en estas líneas, escritas también en abril, en una Lima que se aleja poco a poco de la luz estival, quiero quedarme en esos versos que he citado. Y reclamar no que la muerte nos devuelva a Carmen Luz, ya que eso es imposible, sino que tengamos siempre en la memoria la melancolía, la luz y el frescor de ese bello, corto e inolvidable libro.
|