El benigno aire de la poesía
Otilia Navarrete
Hay amistades que crecen como las enredaderas, sus tallos se entrecruzan, se acoplan, llegan, casi, a ser uno. El tiempo se encarga de fortalecer su estructura.
Otras, en cambio, son como arbustos o árboles o simplemente flores que han sido sembradas en lugares separados, sus vidas corren casi paralelas, acercándose sólo cuando algún benigno viento sopla a favor de ellas.
Como estas segundas fue mi amistad con Carmen Luz. Cuatro escasos años de conocernos y que parecieron suplir toda una vida.
Por supuesto yo sabía mucho de ella, había leído su poesía y la admiraba, pero ¿ella sabía de mi existencia? Creo que no, pero fue suficiente el benigno aire de la poesía en un recital para que nos mirásemos y creyésemos reconocernos ¿desde cuándo?, no lo sabíamos, quizá desde siempre.
Intercambiamos teléfonos y libros, y de pronto su voz afable y risueña, diciendo palabras inmerecidas sobre mi poesía. Pero no fue solo eso, la melodiosa cadencia con que modulaba las palabras le incorporaban a éstas un no sé qué de intimidad, que iba de los labios a los ojos, a su bien cuidado cabello, a su presencia toda que me evocaba la de una niña pulcra y traviesa, que no se había dado cuenta cuándo había crecido.
Una vez nos citamos para tomar un café en El Haití. ¿Acerca de qué queríamos hablar? Allí estaba el encanto de esa cita, aparentemente no teníamos vivencias compartidas, no conocíamos a la misma gente, sabíamos nada o casi nada una de otra, sin embargo “algo” nos pedía encontrarnos.
Entre jugos y cafés pasamos cerca de tres horas conversando, por supuesto sobre poesía y también sobre nuestros hijos, nuestras circunstancias y sobre todo sobre la vida, nuestras vidas en las casas viejas de nuestras infancias, los recuerdos, los cuartos misteriosos, “el cuarto de los trebejos”.
Cuando nos despedimos tuve la insólita sensación de haber encontrado, así por “casualidad”, a alguien que había extraviado durante mucho tiempo, y que ahora aparecía en mi vida como un bálsamo bienhechor, lleno de luz y alegría.
Luego, la poesía se encargó de reunirnos varias veces más, y siempre su mismo entusiasmo, sus ojos inquietos mirando lo que otros no podían ver.
Yo sabía que ella estaba delicada de salud, pero esto no quitaba la frescura de nuestros encuentros, simulábamos ignorarlo, ¿para qué detenernos en asuntos sombríos cuando lo que intentábamos hacer era celebrar a la vida?
Un día, tanteando, llegué hasta su casa. Nunca olvidaré la impresión que tuve al encontrarla en cama, con su batita rosa y su rostro de siempre. “Léeme un poema tuyo”, me dijo, y ella misma escogió no uno, sino dos. Con voz entrecortada los leí, luego me obsequió El Cuarto de los Trebejos y quiso poner una dedicatoria en él. Su letra temblorosa me hizo estremecer.
Luego la clínica, y otra vez su casa y un sinfín de anécdotas que intercambiábamos como frente a un tablero de ajedrez, sin ganadora ni vencida, sólo como un juego que nos permitía disfrutar de preciosos instantes, únicos, incambiables.
Unos días antes de su viaje definitivo, nos vimos. Me preguntó si estaba bien su peinado, yo le dije que ya quisiera yo saber hacerlo como lo hacía ella. Enigmática pero siempre sonriente agregó: “Tú aún tienes mucho tiempo”. Yo no supe qué responder. Mejor era el silencio.
Hoy, Carmen Luz, estás en el tiempo sin tiempo donde se hayan los seres que amamos. Hoy escribo estas líneas para aquella niña grande de la batita rosa, y le vuelvo a leer aquellos poemas que a ella le gustaron.
Ojo de buey
E stá allí. Auscultando entre las peñas
con los ojos
abiertos al ruido y
a la hebra de luz debajo de la puerta.
El ojo de buey la atrapa. Cree entonces
divisar el infinito entre el oleaje,
entre la curva húmeda que se alza.
Dónde está la inmensidad –pregunta–,
sus dedos aferran los contornos del círculo,
el ojo de buey
se estrecha,
sus bordes se limitan
es un pozo de agua seco.
¡Maldición!
El grifo de agua reborbotea esquirlas
húmedas en el fregadero.
La humedad es un alivio.
Los muy-muy arañan sus pies
luego se esconden.
Sus ojos, ojos de buey picoteado por los pájaros,
y la mirada curva huyendo
del asombro que no cabe en el centro del ojo,
ni entre sus manos quietas crispadas
contra el viento que inmutable
se renueva.
El viento que oblicua la lluvia
¿Y qué he de hacer yo con este espacio que me habita,
que me escinde diminuta,
que me invade con sus manos hurgadoras
y adhiere a mí su ojo nocturno
como una sanguijuela?
Un mundo voraz camina en mis adentros. Zigzagueante
bordea mis círculos, despiadados círculos perfectos,
tropieza, abre puertas erróneas, sueños monocordes,
óxido y madera, sepia y sinfonía
que no encajan,
que se excluyen por opuestos,
no existe el complemento, sólo señales que se cansan
de ser sólo señales
elegidas por nadie, para nadie.
La mirada el gesto la sonrisa
desproporcionados golpes en el aire,
complacencias que sólo son paja, o papel,
o palabras sin sentido
sueltas al viento,
leves golpes, mortales golpes
que tambalean las puertas,
mientras yo, del otro lado,
corro doble el pestillo.
Ustedes
incansables viajantes de mi espacio
inocentes sanguijuelas,
no saben,
no pueden saber
cómo duele albergarlos
en el impreciso color de mis iras,
en mis rencores, mis amores no resueltos,
en la hastiada intención de mi mirada,
en el vértice escondido donde nace el pensamiento
tardío, confuso, lanzado hacia los vientos.
Toda yo lanzada hacia los vientos que oblicuan la lluvia
y me llevan no sé donde
con ustedes como único equipaje, inmensamente ajeno y mío,
todo y nada en el encierro voluntario de mi cuerpo.
Mi corazón, un campanario donde duermen
tibiamente las palomas,
y retozan y se arrullan,
comen y defecan con su despreocupada blandura,
y mi equipaje engrosa, y es peso inaguantable,
mi precioso equipaje adornado con cuentas de colores,
arabescos y esencias orientales.
Setiembre 2003
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