El sonido de la luz
Jorge Eslava
Sutileza y discreción podrían ser los signos que explican la distracción de los críticos en torno a la obra de Carmen Luz Bejarano. Su poesía, es verdad, está tocada por el encanto de una escritura leve y melodiosa. Aún cuando los temas de su verso o de su prosa ardieran de emoción social o se quebraran ante el dolor de la muerte, el texto no rebajaba jamás su fina compostura. A sus amigos, no obstante, este manto de vocablos eufónicos y casi evanescentes no sorprende, pues la personalidad de la autora de Aracanto se ajustaba en armonía con su obra.
En los años setenta, muchos sanmarquinos –como yo– la conocimos de cerca. Fue un verdadero privilegio escucharla en clase o tomar un café con ella en uno de los tantos cafetines que poblaban entonces la ciudad universitaria. Era generosa con su tiempo, su saber y sus libros. Recuerdo bien que durante algunas semanas nos dedicamos, después de clase, a visitar viejos libreros del centro de Lima –ahora desaparecidos– con la corazonada de toparnos con ese genio mayor de traza desaliñada, con fama de maldito, que era autor de los sonetos y las espinelas que estudiábamos con ella en el curso de Literatura Peruana. Nunca llegó el glorioso día, pero la ilusión de dicha búsqueda nos animó a estudiar con especial interés la obra de Martín Adán.
Más tarde llevé otro curso –Ediciones Críticas– con Carmen Luz Bejarano y fue ella quien me sugirió estudiar la diversas publicaciones de Washington Delgado. De este poeta había leído, fundamentalmente, su poesía amorosa y le tenía un gran aprecio. Pero la lectura del volumen Un mundo dividido me dejó perplejo. ¿Cómo podía un poeta peruano tener tan variados registros y de tan excelente calidad? Eran los años, claro está, en los que todavía en el medio juzgábamos nuestra poesía bajo los filtros de social y lírica. Gracias a los consejos de Carmen Luz aprendí a disolver esos linderos estéticos y a valorar mejor la obra del poeta Delgado. Diecisiete años más tarde –como no todo se olvida– hice mi tesis de Maestría sobre este tema.
A finales de los ochenta, otros afanes volverían a reunirnos. Tenía yo la responsabilidad de realizar publicaciones para niños, bajo los auspicios del Instituto Nacional de Cultura, en una colección que denominé Cuadernos de la Oropéndola. Para la segunda entrega trabajé el libro de poemas Tambor de luna, de Carmen Luz Bejarano. El libro salió publicado en 1988, en edición ilustrada y contiene un conjunto de dieciséis poemas delicados y sugestivos, con una alta presencia del paisaje rural donde destaca la naturaleza menuda: libélula, caracol, guijarro, trigal. En algunos de los textos fluye un aliento de lección ética, una preocupación de la autora por el desarrollo humano y noble de los infantes.
Sé humilde
Tú eres la parte
no el todo
de un vasto universo
recuerda
que la brizna
o la breve corola
es par en la estructura
o la ley que te rige
La voluntad por los aforismos y la expresión condensada, dispuesta con libertad espacial en las hojas de Tambor de luna, se expanden y enriquecen en el siguiente libro publicado por la autora: El Cuarto de los Trebejos (1989). Es verdad que el discurso literario varía –se trata de una novela poemática–, pero no cambia su esencia lírica. El escenario pueblerino y pintoresco, las diversas voces de sus gentes y el paisaje humano crepuscular no alteran el tono de la prosa, gracias, nuevamente, a una elección exquisita de vocablos y una dimensión subyugante de la atmósfera. Esta novela había sido finalista del Premio “Gaviota Roja”, en 1985, y cuatro años después tuve la suerte de hacerme cargo de su edición.
Nos dejamos de ver un tiempo y una colección de textos suyos volvió a reunirnos. Fue desde la primera lectura, de todos su libros, mi libro preferido: La Dama del Sosiego. Este bello título encierra un conjunto de breves poemas, en cuyas voces cultas tiembla la zozobra o el goce por el golpe definitivo de la muerte. La factura de los textos es limpia y demoledora, muestra de una elevada forma de reflexión y de castigo a los elementos suntuarios del lenguaje. El libro apareció en 1991, bajo el sello de mi Editorial Colmillo Blanco, de modo que fue una nueva oportunidad para sentir su serenidad y elegancia. Ahora que releo unos versos de ese libro (“Torpe tórnase el cuerpo y sumiso / se inclina a buscar el regazo. / No nos sirve el deseo de torcerle / los ánimos. Su solaz es la tierra.”), se me agolpa la pena y la recuerdo –meses antes de su último solaz– tan animosa en el teatro presentando una pieza dramática que fue su despedida.
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