Presencia y palabra de Carmen Luz
Elvira Ordóñez
Quienes conocimos a Carmen Luz la seguimos viendo en imagen y sonrisa, con ese brillo en sus ojos al expresarse porque con disfrute se vertía hacia aquellos con quienes fraternizaba en la amistad y en el arte. Ella unía a sus ideas una musicalidad especial y develaba las facetas ocultas de lo usual y conocido. Podríamos decir que entonaba su pensamiento en su palabra con la naturalidad de quien vive lo cotidiano sin desconectarse con ese recinto especial donde se alquimia lo real con lo mágico.
Bien hubiésemos podido no leer su obra y sin embargo sentir que algo nos conducía a través de ella hacia otro nivel del pensamiento y del espíritu. La vida tan hecha de presencias materiales no puede ocultar la certidumbre de lo intangible , de lo que fluye de los seres sin que sea necesario, a veces, que se pronuncien y cuando lo hacen en poesía, con la altura que lo hacía Carmen Luz, sentimos que los vocablos adquieren una riqueza de contenido que multiplica su significación.
Toda la dulzura que podía tener su acento poético en determinados libros daba paso también a la fuerte expresión, donde dueña de un largo aliento encrespaba su voz en la protesta ante la trágica realidad del hombre, ante sus interrogantes y su destino. Desde su intensidad humana sublimaba el fatalismo de la existencia y ante el universo dado ella se erguía con la primicia de su propio universo, porque el poeta esencial salva los abismos, penetra los misterios y sale enriquecido con el fuego sagrado que alienta su voz convirtiéndose en cocreador del todo del que participa y construye.
Dentro de esa amalgama de fuerzas y sutiles matices siento asomar a “la dama del sosiego”, que si bien ella se refiere con ese título al sosiego que ofrece la última morada donde se completa la existencia física, esa imagen la capto unida a su actitud y decir poético, porque dentro de la intensidad de su voz hay mucho de dulzura y de sosiego, aspectos innegables de la poesía cuando satura e invade los territorios del alma.
Pero el estar inmersa en su espacio de íntima revelación no la inhibía de su sentido humanista vital y penetra en la cruda realidad que transcurre más allá de su entorno. En Juan Angurria la sentimos partícipe, en sentimiento, de las carencias dolorosas de nuestra sociedad y la recordamos entonces en otro ángulo de su personalidad y de su palabra, lejana del silencio cómplice que padecemos cuando, ante un muro infranqueable, nos sentimos exánimes y terminamos perdiendo la vista en realidades más halagadoras y callamos.
Carmen Luz nos ha dejado el testimonio de una vocación que no declina. A través de la lucidez que fluye de su voz, nos habla con la innegable altura desde donde se pronuncian los verdaderos poetas. Enhebra en su canto una constancia de profundos significados, ya sea en los temas sutiles o cuando abunda con acierto en el tratamiento de la prosa en poema, y también cuando yergue su voz con matices más allá de la lírica. Su obra se capta sólidamente estructurada, conformando una unidad sin hojarascas ni medios tonos.
En muchos de sus poemas encontramos la referencia al desprendimiento de la vida física, en lo tocante a dejar el mundo, mas no su mundo, que es propio e inextinguible, porque su permanencia nos da el encuentro en la belleza y hondura de su poesía donde la captamos viva, intacta y presente. Cuando evocamos en perspectiva a determinados poetas que partieron vivimos la certidumbre de lo eterno porque los ungidos por el arte nos revelan la trascendencia de la vida. Carmen Luz Bejarano se ha quedado entre nosotros como una presencia que vence el olvido y ha dejado una voz cuyos ecos despertarán siempre las altas vibraciones del espíritu.
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