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Carmen Luz Bejarano

La dama del sosiego

Yolanda Westphalen

 

Carmen Luz, el eco de su nombre retumba en mis recuerdos. Lo oigo entrelazado con una serie de relatos de la “otra vida” de mi madre. San Marcos en los años 60: estribillos revolucionarios “Cuchillo, cuchara, que viva el Che Guevara”, desplazamiento del APRA de la dirección estudiantil, conflicto entre “chinos” y “moscos”, encuentros literarios en una todavía abstracta casa de la poesía en Barranco, existencialismo, literatura griega y las temidas y odiadas clases de latín.

En medio de ese torbellino, algunos nombres: María Luisa Rivara, Lola Thorne, Carmen Luz Bejarano. Poetas e intelectuales amigas de mi madre, todas ellas todavía una incógnita para mí. Aprendí a apreciarlas escuchando de sus espacios de búsqueda y lo que implicaba tener que ser reinas de dos mundos. Poetas e intelectuales que –como mi madre– tuvieron que luchar por ser admitidas en el sistema cultural hegemónico, y cuyas obras todavía siguen luchando por ser reconocidas en la calidad de su obra creativa.

Volví a escuchar el nombre de Carmen Luz asociado ahora al del doctor Nuñez, afable profesor del temible curso de Físico-química en la Cayetano Heredia, universidad en la que estudiaba mi hija. Desdichadamente, este reencuentro se dio en las tristes circunstancias de la muerte de su esposo y no volví a verla hasta un largo periodo después.

Sólo me reencontré con ella hace algunos años, pero fue una cálida revelación descubrirla como persona y como poeta. Sonia Luz Carrillo se refirió a ella en sus exequias como “La dama del sosiego”, y lo era. Tenía la tranquilidad de las personas sencillas, de las que disfrutan con un café y una conversación, pero también la de aquellas que conocen su vocación y no temen ejercerla, así haya que saltar al precipicio.

Nos cruzamos en alguna entrevista, nos encontramos en muchos recitales y en algunas conferencias. A veces solas, a veces con mi madre. Pero la recuerdo, sobre todo, consolándome en la Universidad de Lima, a los pocos días del fallecimiento de mi padre.

Esta imagen de comprensión frente al dolor y la muerte, el sosiego y la tranquilidad con la que enfrentó posteriormente la crónica de su muerte anunciada, quedaron grabadas en mi memoria y me plantearon la necesidad de aprender de esa actitud. No encuentro otra manera de hacerlo que sumergiéndome en su voz poética.

Yazgo: el útero padrasto de la muerte
Carmen Luz tiene una larga trayectoria como poeta, publicó dos poemarios, Abril y lejanía y Giramor en 1961, y siguió desde ahí escribiendo y publicando poesía regularmente. Triunfo de Ícaro en 1971; Juan Angurria en 1972; Furia de la arcilla en 1977; Del amor y otros asuntos en 1984; Pentagramas ebrios en 1986; Tambor de luna en 1988; El espejo invertido y La dama del sosiego, ambos en 1991; Un gañido en el espacio en 1997; Instantes en 1998; Juegos de Casandra en 1999. En el 2000, Carpe Diem publicó el conjunto de su poesía hasta esa fecha bajo el título Existencia en poesía; pero ella siguió escribiendo y publicó El jardín de la delicia en el 2001 y finalmente El grito y Yazgo en el 2002.

Incursionó también en la narrativa y el teatro, publicando la novela El cuarto de los trebejos en 1989 y La ruta del ciprés en el 2001, y el monólogo Los Ojos de Lázaro en el 2002, que fue montado el año anterior en el auditorio de la Alianza Francesa.

La vastedad de la obra la de Carmen Luz nos habla de una existencia en poesía, larga trayectoria de la que yo he elegido analizar su última obra, una breve plaqueta de tan sólo siete poemas titulada Yazgo.

El título del poemario nos trae la idea de postración. Se trata de un verbo de estado que implica estar simplemente echada o tendida en algún lugar, pero nos remite también a la idea de un cadáver cuando está en la fosa o en el sepulcro.

La imagen de la muerte es el eje organizador del texto. Imagen construida poéticamente a través de la extraordinaria metáfora de ese “Útero padrastro el que me acoge / con argucias de ternura”. Se proyecta así la idea de fertilidad y vida asociada al útero materno sobre el concepto de falsa paternidad del padrastro. Es un útero que no da a luz ninguna vida, sino seduce con tretas y engaños de falsa ternura para cerrar el ciclo de la vida, convirtiendo al útero en la fosa o sepulcro en la que sólo se encuentra la esterilidad de la noche absoluta de la muerte.

Pero no se trata de una muerte abstracta o impersonal, yazgo está conjugado en la primera persona del presente. La voz poética está directamente involucrada y vive esta experiencia en su actualidad e inmediatez.

En el primer poema, que es el que da el título al conjunto, el estado de yacer está asociado a la congoja, al dolor. En el nivel de los metaplasmos encontramos aliteraciones y asonancias que repiten una o varias consonantes o una o varias vocales, respectivamente, al interior del texto. Hay un juego de aliteraciones entre el sonido grave de la “g” (yazgo, lagarto, lágrima, reniego, engullo, atraganto) y el agudo de la “j” y de la “l” (congoja, ajeno; lagarto, lacerado, lágrima, pupila)

El acto de yacer esperando la muerte es grave y sordo, pero son agudos la congoja y el llanto.

En el nivel de los metasememas y de las metataxis, las metáforas, los símiles, los hipérbato y las sinestesias se entrelazan para construir la retórica del acto de yacer. La muerte no es un agente pasivo, se apodera del hablante lírico y se arrastra como un lagarto lacerado, como un reptil herido. Los hipérbatos grafican la inversión del orden de las cosas y las sinestesias la alteración de los sentidos: los ojos ya no ven porque han sido sellados los párpados para siempre con herrumbre, “inútiles sus goznes”; y cuando ven lo hacen con el tacto pues los paisajes raen en el iris. La transparencia del auriga aúlla y el sonido lúgubre de la cadencia deviene en un cristal de arena, condensación transparente de la tierra del mar.

La muerte avanza como el óxido, corroe la resistencia, la dureza y el peso del metal y clausura los ojos no con las marcas del hierro candente, sino con la labor de zapa del moho. La epifonema final “Simplemente yazgo” es una suerte de epitafio que repite circularmente el inicio del poema y lo resume y concluye. Estructura circular como la de la vida que se reitera con el verso “En extrema orfandad” con el que inicia y concluye el cuarto poema.

El lenguaje de la muerte es parco, sin eufemismos, representa la fronda de gusanos en la entretierra, pero también el ámbito de la incertidumbre y del olvido. Hay un efecto de acumulación de significados que se van revelando: la hondura del abismo; el terreno pantanoso de la ciénaga; el rescoldo de las llamas, acumulación que se entrelaza textualmente con algunas preguntas retóricas o de dudosa respuesta “¿a dónde irá este manojo / de sueños capitales?”, “¿de qué sirve la certeza en el desastre?”.

Las argucias del útero padrastro llevan al equívoco incluso a alguien acostumbrado a leer en las marcas indiferenciadas del alba. El agua y la tierra, ambos vinculados a la imagen de la mujer, van superponiendo sus signos: la humedad del llanto y la humedad de las arenas movedizas van construyendo una brecha, un abismo. La voz poética se resiste, pero el abismo la seduce.

Temas como la soledad, la fugacidad de la vida y la orfandad e impotencia frente a la muerte son transmitidos en versos de gran sencillez y belleza. Poemario corto como la vida, poemas breves que construyen una lúgubre cadencia de palabras que expiran reclamando su porción de luna. Yazgo está intertextualmente relacionado con El grito. Seguimos en ellos los signos de la desesperación a la aceptación, pero nunca a la resignación. Nosotros tampoco nos resignamos.

Carmen Luz pertenece históricamente a la generación del 60, pero si bien su poesía se forma en dicha época, la suya no es una poesía experimental ni está conectada con las vanguardias o la poética propia de esos años. ¿Es subsidiaria de poéticas anteriores? En cierta medida sí, tanto del Modernismo como del Simbolismo, pero ha trabajado una búsqueda formal que le ha permitido adquirir una voz propia.

La poesía de Carmen Luz Bejarano en Yazgo es una suerte de reflexión metafísica sobre la belleza engañosa de la muerte y quizás, por qué no también, de la palabra. Los intentos de dominar el lenguaje, concebido como realidad ontológica metafísica y no como realidad social es producto de una compleja relación entre la serie social y el medio intelectual, que si bien en los años 60 se abre a la realidad social, incorporando a la historia y la cultura en el nivel discursivo, todavía lo realiza con muchas mediaciones y dentro de los marcos de la misma institucionalidad. El ambiente intelectual en el que Carmen Luz escribió seguía cerrado aún al desarrollo social en general, y al de la mujer, en particular. Hizo poesía en una sociedad que limitaba a la mujer a su rol de madre y esposa, una sociedad que aislaba a las poetas en su quehacer creativo, en sus posibilidades editoriales y en el análisis crítico de sus obras. Pero ellas no se rindieron, libro a libro y recital a recital fueron las pioneras que abrieron brecha a la siguiente generación. Carmen Luz y las escritoras que nos antecedieron cumplieron su labor en esas difíciles condiciones. Nos toca a nosotras revalorizar su labor creativa y luchar por su reconocimiento.

 

Lima, 12–07–2003