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Carmen Luz Bejarano

Escapo a ello: por la ruta del ciprés

Iván Thays

Escapo a ello

Hace casi un año, entrevisté a Carmen Luz Bejarano para el programa de televisión Vano Oficio. Yo tenía noticias de ella a través de Mario Bellatin, quien la admiraba mucho. Había leído además su poesía, una poesía tierna y dura al mismo tiempo, cargada de nostalgias por el pasado provinciano, por el mar, por el amor ido. La entrevista con Carmen Luz transcurrió en medio de una paz inusitada, en la que nos vimos envueltos pronto Hernán Medina, el productor, e incluso los camarógrafos y asistentes. La paz brotaba del hablar pausado, de aquella serena quietud de las respuestas de Carmen Luz. Para entonces, ella ya había tenido una crisis en la enfermedad que la aquejaba, pero nosotros no lo sabíamos. Hubiera sido imposible, además, notarlo, porque además de esa paz lo que también brotaba de ella era una vitalidad que la hacía inagotable. Podríamos habernos quedado horas conversando. Pero se hacía tarde. Carmen Luz se despidió de nosotros y se fue rápidamente, dejándonos en medio de su sosiego y con las ganas de volver a conversar con ella. A los meses, tuvimos esa segunda oportunidad. Teníamos una sección llamada “Opiniones Contundentes” en la que les preguntábamos a los autores una serie de cuestiones que poco o nada tenía que ver con su obra, pero cuyas respuestas exigían mucho talento. No todos los escritores superaban con éxito esa prueba de ingenio. Muchos de ellos, incluso, se negaban a responder. Pero Carmen Luz asistió a la grabación sin problemas y contestó todas las preguntas con una gracia natural, dejándonos nuevamente impresionados. Además, el traje que se había colocado era espléndido. Como si hubiese comprendido que la televisión es un hecho visual y también estético. Apareció con un vestido oscuro coronado por un hermoso manto lila, delicadísimo, que le cubría el pecho y los hombros. Aprovechamos los colores que ella había elegido con tanto acierto para crear una atmósfera especial. Bajamos la intensidad de las luces, la colocamos frente a una pared azul intenso, y luego la rodeamos de sombras. Pocas veces en Vano Oficio alcanzamos ese nivel de clima poético, que además acompañó estupendamente cada respuesta meditada, casi recitada, de Carmen Luz. Sin embargo, si pensamos que con ello podríamos estar satisfechos, nos equivocamos. Ella nos deparaba una sorpresa final, definitiva. Un golpe poético de auténtico genio. La última pregunta de ese cuestionario era pedirles a los autores un Consejo Zen, es decir, un Consejo capaz de remover la conciencia de los espectadores aunque tuviese la forma de una frase disparatada o delirante. Conseguimos con esa pregunta una gran cantidad de buenos consejos zen, aunque lo normal era que los autores diesen un lema o una cita citable para salir del paso. El ingenio era lo opuesto a lo que buscábamos, por supuesto. Y tampoco estábamos desesperados por consejos llenos de buenas intenciones. Lo que queríamos con esa pregunta era hallar una Verdad, con mayúsculas, una verdad individual que resumiese la obra de ese autor, que le diese una nueva lectura a sí mismo, a su actitud vital y a su estética. Pocos lo consiguieron. Ninguno como Carmen Luz. Ella volteó hacia la cámara, se puso súbitamente seria, y dijo con el tono y la mirada de una Diva del viejo Hollywood: “Escapo a ello”.

El arte de la fuga

La obra de Carmen Luz Bejarano es eso mismo. Un escape hacia la luz, un camino a medio recorrer. Una eterna fuga de sí mismo para encontrarnos. El arte de la fuga es el título de las memorias de Sergio Pitol, el estupendo narrador mexicano a quien ella conoció en su último viaje a México. Bien podría ser ése el título de toda su obra. Para mí, la summa literaria, la síntesis de todo aquello, es su adorable obra en prosa La Ruta del Ciprés. La he leído muchas veces, he recitado sus frases en voz alta, y jamás he dejado de sorprenderme. Cuando me enteré de su muerte, dediqué un programa de radio de una hora (por aquel entonces conducía el programa “Sin Plumas” en Radio Filarmonía) sólo a leer fragmentos de La Ruta del Ciprés y acompañarlos con canciones que, me imaginaba, podrían haberle gustado a Carmen Luz. No pude evitar, en más de una ocasión, quebrar mi voz por la lectura. Pero ese quiebre no se debía a la contundencia de su muerte sino a la emoción estética. Es decir, la emoción y la rabia de saber que se había silenciado una persona que había escrito uno de los libros autobiográficos más hermosos y profundos de la literatura peruana. Unos meses antes de su muerte yo le había dedicado una reseña a ese libro, pero entonces me parecía insuficiente. Nunca supe si Carmen Luz había llegado a leer esa página. Sospecho que no, porque ella tenía una modestia y agradecimiento increíble que la hubieran hecho llamarme de inmediato a darme las gracias y pedirme, además, que no sea exagerado. Ahora, no quiero cerrar este recuerdo sin compartir con uds. lo que entonces dije de ese libro de lectura imprescindible.

La Ruta del Ciprés

Thomas Mann decía que el espectáculo magnífico de la naturaleza podía silenciar la inspiración y, con ese silencio, llevarse el oficio creativo. Es probable, pero también puede ocurrir lo contrario, y sobre eso puede atestiguar Carmen Luz Bejarano. Su nouvelle La Ruta del Ciprés aparece como una búsqueda incesante del pasado a partir de una anécdota: la visita, junto a su amigo Mario, al edén de Sergio en Xalapa (México). Después de aquella visita iluminadora, la narradora anuncia “Desde allá, Xalapa, donde él inventa mundos fascinantes y viaja por el ombú, es decir la eternidad […] Sí, de allá me viene este aire de vida”. La vida para la narradora del relato, fácilmente identificable con la misma Carmen Luz Bejarano, es aquello que ella calificó como “existencia en poesía” en la recopilación de toda su obra que se publicó hace algunos meses. Existir en poesía significa vivir para observar, para darle un sentido a los objetos que pasan al lado de uno y parecen súbitamente vacíos de significado. La conciencia poética es una sonda que mide la profundidad del océano cotidiano, o la altura del vuelo que intenta contestar las grandes preguntas. ¿Qué es la muerte? ¿y qué la eternidad? Carmen Luz Bejarano, a partir de su estación en un Edén privado, empieza a arañar la superficie de su vida, a recorrer la estela que aún sobrevive a su pasado, y así nos conduce a Tanaka, a Maurizio, a su padre muerto. Los fantasmas que se levantan a través de ese juego de luces y sombras que desnuda el recuerdo son espectros adorables que poco a poco van hilando un discurso que no tiene, desde luego, orden y estructura, sino sólo pulsiones. Son retazos arrancados al olvido con una certeza y honestidad conmovedora. Pero no sólo los objetos sino las palabras que las designan aparecen entre sombras y empiezan a contar su verdad. La palabra aracanto es, en ese sentido, la más importante. Embriagada con el sonido de esa palabra, con su significado apenas visible, la narradora empieza a repetirla como un hilo de Ariadna que la conduce por caminos intrincados donde la realidad, la ficción, el recuerdo y el testimonio intercambian sus rostros, o son el mismo. Los aracantos de su infancia estiran sus brazos hacia el ombú del Edén de Sergio. Y de ahí, hacia el ciprés definitivo, aquel de la larga sombra, árbol simbólico que reemplaza a aquel lacayo impresentable pero puntual: la muerte. Finalmente, el término del relato nos conduce a una escena de síntesis insuperable: la narradora que se conduce tambaleando por los pasadizos del Edén de Sergio. No le interesa por dónde va ni cuál es el destino. Cogida al recuerdo de un amor, de varias muertes, de su provincia y de su vida, lo único que ella puede esperar es un ramadal de sargazos (“sargazo”, he ahí otra palabra iluminada en la ruta del ciprés) que evite que la arena, la vida misma, la absorba sin contemplación. Pese a la poca atención prestada por la crítica a Carmen Luz Bejarano, estamos, sin duda, ante uno de los más arriesgados y triunfantes libros de la usualmente predecible literatura peruana.

Coda

Así terminaba la reseña. Qué tristes, qué solas se quedan a veces las palabras. Qué torpes somos las personas para decir lo que queremos decir. Creo que la reseña es la prueba de mi admiración rendida a la autora y en especial a su libro. Pero lo que no queda explícito en él es mi deuda con ella, la deuda que se contrae ante alguien cuya existencia te cambia la vida. Por eso escribí este testimonio. Y por eso me quedo ahora en silencio, escuchando la voz entre sombras de Carmen Luz que me dice “Escapo a ello” y luego sonríe con una dulzura infinita.