Nota sobre la poesía primera
de Carmen Luz Bejarano
Jorge Cornejo Polar
Recuerdo con nitidez mi descubrimiento de la poesía de Carmen Luz Bejarano. Ocurrió hacia 1967 en Arequipa, donde yo vivía entonces. Un querido amigo, Carlos Núñez Valdivia, rector a la sazón de la Universidad de San Agustín, me entregó Giramor y Aracanto segundo y tercero de los libros de Carmen Luz. Su lectura me puso en contacto con un mundo verbal de singular belleza que me cautivó de inmediato. Fue una experiencia tan gratificante que quise dar cuenta de ella en una breve nota que publiqué en el diario El Pueblo de esa ciudad. Me hubiese gustado encontrarla ahora para cotejar mis impresiones de entonces con las de lecturas posteriores. No ha sido posible. En todo caso, he querido comenzar con este recuerdo que sobrevive incólume al paso de los años, la breve nota sobre la poesía primera de Carmen Luz Bejarano con que contribuyo al libro de merecido homenaje que se prepara.
Añadiré que conocí a Carmen Luz años después, a fines de los setenta, y fuimos buenos amigos a partir de ese momento. Compartimos experiencias literarias varias y conversé con ella en muchas ocasiones, la última poco antes de su muerte. Quedé conmovido entonces ante la noticia de su final cercano y hondamente impresionado por la presencia de ánimo y la actitud digna con que asumía lo inevitable. Pude haber recordado en ese momento los estremecedores versos del final de Aracanto :
Muerte mía
doméstico animal sobre mis hombros
creces, creces
sueltas tus buitres en las noches turbias
[…]
todo inútil
renaces diariamente.
Pero turbado ante la muerte cercana de la amiga no pensé en ellos en ese momento.
Y diré también que la lectura de esos libros iniciales fue sólo el primer paso en mi conocimiento de la poesía de Carmen Luz. En los años siguientes la lectura de sus libros sucesivos que mostraban el crecimiento y diversificación de su obra, no hizo sino confirmar mis primeras impresiones acerca de la calidad poco común de su poesía, una de las más importantes de su generación.
Entiendo por poesía primera de Carmen Luz Bejarano la que se contiene en Abril y lejanía (1961), Giramor (1961) y Aracanto (1966), sus tres primeros libros. Considero que hay en ellos una unidad estilística que permite distinguirlos de su poesía posterior incluso de un texto tan cercano en el tiempo como Triunfo de Icaro de 1967. Son como el despertar de un espíritu ante el espectáculo del mundo y de la existencia, la inauguración de un lenguaje poético que exhibe ya formas y tonos propios. Puede decirse por tanto que, a pesar de su condición de primerizos, estos tres poemarios dan testimonio de la primera madurez de una poeta auténtica es decir una artista de la palabra que tenía algo que decir y sabía cómo decirlo.
Abril y lejanía, su primera entrega poética, aparece en 1961 con prólogo de Alberto Escobar. Se edita en las hoy famosas prensas de La Rama Florida de Javier Sologuren formando parte de la serie Cuadernos del Hontanar que codirigían el propio Javier y Luis Alberto Ratto. El libro había merecido Mención Honrosa en el concurso El poeta joven del Perú de 1960.
En el título –abril y lejanía– está cifrado lo que estimo es el contenido esencial del breve poemario, es decir la consideración del tiempo, de su discurrir rápido e irreversible y el intento inútil de detener su marcha. Desde el primer poema, la poeta que afirma:
Soy espejo
donde quedó
tu sombra.
Abril
vibrando
entre
mis manos.
le pide a la tarde
Devuélveme
el instante
en que no hubo
más palabras
que el silencio,
aquél
en que abril
fue lejanía
Aparecen aquí ya dos elementos que serán importantes tanto en este libro como en la poesía posterior de Carmen Luz: el espejo y sobre todo la tarde que va a funcionar en adelante como símbolo de gran riqueza polisémica. Precisamente en el segundo, intenso poema: “Perenniza / la tarde / una sandalia / huérfana / bogando / sobre el mar”, un objeto pequeño e insignificante logra lo aparentemente imposible: conservar viva la tarde, una determinada tarde, en la memoria.
Pero la tarde, sin dejar de ser un momento del día, es también imagen de la esencial fugacidad del tiempo: “Muere la tarde / en mis ojos”, “Agoniza la tarde / cruza el viento / sus manos sobre el mar.” Y es que la tarde supone la paulatina abolición de la luz, el cercano imperio de las sombras, el paso inevitable del día a la noche. De aquí el ansia por el día que es un renacer de la luz, la supresión así sea pasajera de la oscuridad: “Quiero un amanecer / sobre la tierra / amplísima sonrisa / para secar / tristezas [...] una ronda / de sueños / y una sola alegría.”
Sin embargo no hay forma de librarse de la angustia que produce el paso del tiempo que reaparece como un leit motiv: “Se nos van los sueños / en la nave sombría / de las horas. [...] Mientras / quedamos aquí / sobre la orilla // se nos van.” Y en otro poema el discurrir del tiempo se expresa en el tañer de una campana: “Seis campanadas / de tiempo / sobre mi rostro / en desvelo.” ¿ Qué se puede hacer frente a la fuga indetenible del tiempo? Solamente queda, pareciera decirse, la evocación, la memoria: “Barquillas / de papel: / visión lejana / de los atardeceres.” Pero no la memoria racional, fría por naturaleza, sino la afectiva, la que funciona al calor de experiencias o sucesos que marcan la sensibilidad. El alma, pues, como espejo donde quedan no yertos sino vibrando para siempre ciertos instantes del pasado. Tiene lógica entonces que el libro termine con una letanía sobre el olvido que es, precisamente, un mal de la memoria: “Se han olvidado del viento [...] Se han olvidado del agua [...] Se han olvidado del niño”, se lamenta la poeta. Es cierto que el poema dice que a pesar del olvido el viento gime, el agua canta, el niño lleva su pena, pero en el contexto que hemos explorado, el verso último “y rueda, rueda, el olvido” suena a profecía de algo nefasto. Si sigue indefinidamente el olvido, podría entenderse, acabará con la memoria, único refugio donde mora el pasado. Cosa terrible.
Sorprende un primer poemario tan maduro. Pero los logros en la esfera del significado y en la expresión se reiterarán multiplicados en los libros siguientes.
Giramor , el segundo libro, es también de 1961. Está dividido en dos secciones, La ciudad sin campanas y Giramor. En la primera el tema del tiempo sigue teniendo vigencia: “Haber llegado nunca / cuando el tiempo era nuestro / ¿pero, qué era el tiempo? // ¡Arena y más arena!” Sin embargo, esta sección también puede leerse como un contrapunto entre el recuerdo vivo de momentos agradables: “Era tan dulce / cuando los barcos / no habían naufragado. // El mar resplandecía / de gaviotas” y su inevitable demolición por el tiempo si es que no los salva la huella afectiva que aquellos instantes privilegiados puedan haber inscrito en la memoria.
El título de la sección –la ciudad sin campanas– parece anunciar el tema de los poemas que la constituyen. Pero en verdad hay un solo texto en que se la menciona: “En algún lugar de la tarde / duerme / la ciudad sin campanas.” Repárese sin embargo en que la ciudad no está en un lugar sino en la tarde, es decir en el tiempo. Es entonces un espacio que vive en la memoria afectiva, lo que se confirma cuando se lee: “En algún lugar del alma / duerme / la ciudad de los sauces / y los sueños […]”. Habría también que asociar este texto con uno de Abril y lejanía en que hacen una primera aparición las campanas. “Un campanario lejano / solloza / seis campanadas.” Pero son las campanadas del atardecer: “Muere la tarde / en mis ojos”, son por tanto: “Seis campanadas / de tiempo”. La preocupación por lo temporal es a todas luces dominante. La ciudad sin campanas vendría a ser, cabe pensar, un lugar de belleza dormida, un paraje envuelto en un delicado velo de melancolía, un espacio imaginado o soñado o tal vez la transposición poética de un lugar real.
En estas páginas se encuentra también un hermoso poema sobre el padre que se resuelve finalmente en una nueva forma de lucha contra la tiranía del tiempo. El padre “recuerda / la leyenda de Circe, / bajo la sombra / sin sombra, del hogar” y luego hunde sus manos en la hierba y piensa “«Es largo el día, [...] el día y los caminos»”. La voz poética nos informa luego de que es algo irónico que el padre hable de caminos:
Él, que nunca partiera
más allá de su cruz.
Por esperar “mañana”
cuando la tierra fuera
más tierra
entre sus manos.
Y sigue el retrato con una imagen admirable:
Le crece la tristeza
como musgo, en las cuencas.
Pero, mi padre, aún sueña.
Y con un puño de hierba
abre grietas al tiempo.
Mientras tienden el vuelo
los cipreses.
Las grietas que el padre abre en el tiempo aludirían metafóricamente –es mi lectura– a que su figura ha logrado romper la acción destructora del tiempo y ha pervivido a través de los años en el recuerdo de la hija que asegura su permanencia al incorporarla al cuerpo vivo de un poema.
Giramor, la segunda parte del libro y la que le da título, va precedida de un epígrafe de Saint-Exupéry (“Sólo los niños saben lo que buscan. […] Pierden tiempo por una muñeca de trapo y la muñeca se transforma en algo muy importante, y si se les quita la muñeca, lloran”) que advierte sobre la naturaleza de los poemas que la conforman inspirados todos en la pequeña hija de la poeta. Consecuentemente, el tono es juguetón como se ve desde el título, Giramor, palabra inventada que juega con otras parecidas como girasol, giraviento, giramar o tierno: “Pequeña / de los hondos silencios, / en ti nace el alba” y también “Amanece / en tus manos / la alegría […]” o “Tengo tu edad, Maritza; / tu breve edad de brisa.”
En medio de los poemas a la niña reaparece sorpresivamente el leit motiv del tiempo. Le dice así: “Tú puedes viajar / por el rocío. // Por el viento no; / en el viento, no. // El viento se lleva / los recuerdos.” Y ya sabemos que en el recuerdo se atesora el pasado, es allí donde puede vencer aunque quizás precariamente, el maltrato del tiempo.
Aracanto , el tercer libro, lleva un iluminador epígrafe de Antón Chéjov: “¡Siento la naturaleza, que es la que excita en mí la pasión y el deseo invencible de escribir!”. Y en efecto, el poemario que tiene como título el nombre de una planta acuática, es, en su primera sección Carrusel de alas, como un desfile de elementos naturales: palomas, alondras, agua, aire, árboles, hierba, zarzas, luna, estrellas, montañas que comparecen no aislados, por cierto, sino haciendo parte de una serie de delicadas visiones. Sin embargo el texto no se agota en la descripción sino que a veces el sujeto poético se implica en ella. Así, luego de mencionar a una lejana y dulcísima paloma, dice el texto: “Un carrousel / de alas // te traerá a mis brazos.” Y también “Sigo la ruta marina de la tarde / y oigo el reír de las estrellas.”
En la segunda parte, La canción del árbol, siguen las descripciones que a veces son pura constancia poética de la naturaleza: “Un árbol, sólo un árbol: / vuelo, sombra, canción”; “Un jardín bajo la luna / sauces y alas nevadas”; y otras se tiñen de subjetividad: “Amapola, frágil primavera, / posas tu sombra / en el alero de mi sombra”; o también “Tú eras la primavera/ el ala y la espesura // Oh dolor / y te perdí”.
Finalmente en Aracanto, la tercera parte, el proceso de subjetivización del paisaje continúa y alcanza momentos espléndidos. Por ejemplo en “Tanaka”, uno de los más bellos e intensos textos del libro. El poema se abre con una imagen de rara perfección que asocia el vuelo de las gaviotas con el estallido de los colores del crepúsculo: “Plenitud de gaviotas / encienden el ocaso” y que precede a la reaparición de un símil caro a la poeta: los ojos, el alma como espejo del mundo: “Reverbera tu luz / en mi pupila, / tu huella marina / en mi tristeza.” En el final el tono melancólico anunciado por la palabra tristeza, se acentúa: “Tanaka de aracantos, // cogida a tu perfil / desciendo en el misterio.”
En esta parte vuelve, cómo no, el tema del tiempo ligado otra vez a la tarde. Así :
Tarde
Tuve del mar las algas y el ocaso,
los juegos marinos de la infancia,
[…]
Y soy sin barcas ni alegría
voraz gaviota devorando el tiempo.
[…]
Tarde: viajera del recuerdo
(el río, el viento pasa, los árboles)
nada detiene mi soledad.
Por lo demás, Aracanto trae algunas novedades. La primera, la aparición de dos prosas poéticas que son evocaciones de la infancia marcadas por eso mismo por lo temporal: “Madre, ya no le tengo miedo a mi sombra, ni al mar, ni a la noche”, leemos en una y en la segunda, “Sala sin tiempo, de la infancia nuestra. / Cómo recuerdo tu cuerpo de animal herido.” La otra novedad es la primera aparición de la emoción social. Tal ocurre en una última parte del libro que no lleva título y que se abre con un epígrafe de García Lorca: “Son los muertos que arañan / con sus manos de tierra”. En ella se lee, por ejemplo:
¿Pero quién dijo que el hombre sin camisa
era alegre
como el agua y los pájaros?
¿Pero quién dijo que el hombre
de cara al cielo aguarde
maná que nunca llega?
Hombres sin tierra braman
por el aire y la tierra
Y la preocupación social está también en el poema “Parábola”. Pero es una presencia breve en Aracanto aunque reaparecerá con fuerza en la obra posterior de Carmen Luz. El libro termina más bien con los dos poemas sobre la muerte propia que hemos citado al comienzo de nuestro texto, pero que ahora comentamos haciendo notar primero, que es natural que este conjunto de poemas en que el tema del tiempo ha tenido tanta importancia, rematen con una meditación sobre la muerte, que es el fin del tiempo para cada persona.
En el primer texto vemos que la poeta, como Rilke, sabe que tiene su muerte propia que es como un “doméstico animal” que se lleva sobre los hombros. Y la muerte crece y crece junto con la persona que llega a decir “[…] y en nada creo / sólo en ti y en el horror de tu esqueleto”. Sin embargo no hay resignación: “Me revuelvo furiosa / colmillos, fauces, garras” pero no hay nada que hacer “todo inútil / renaces diariamente.” En el segundo, la pregunta ansiosa es por lo que pasará después acá en el mundo: “¿Quién reconocerá mi voz? […] carmen luz, piel, escamas, corola / o musgo // ¿quién te reconocerá?” para concluir con un tema recurrente: “Muerte mía, mis ojos taponarán tus cuencas / y nadie verá en ellos, la luz de los espejos.”
Paso ahora a formular algunas observaciones estilísticas sobre esta poesía primera de Carmen Luz Bejarano. Comenzaremos por las imágenes aunque varias significativas hemos examinado ya en las páginas anteriores. He aquí tres de Abril y lejanía: la primera: “Rezagos de las tardes, / en las que el cielo / se vierte / como una inmensa, / multicolora copa / sobre un cristal de espuma”. La segunda: “Un encuentro de pájaros / dinamita el silencio”. La tercera, “Los ojos de los muertos / espejos olvidados / donde se quiebra a pausas / el viento y el sonido.” Ésta última juega sin duda con el primer poema: “Soy espejo / donde quedó / tu sombra”, y con muchos otros como “Tanaka” de Aracanto en que se lee: “Reverbera tu luz / en mi pupila, / tu huella marina / en mi tristeza”, para confirmar la importancia que tienen para la poeta la mirada, los ojos que son como espejos que dan constancia de la existencia del mundo y la atesoran. La segunda es novedosa al comparar el bullicio de un encuentro de pájaros a una explosión, y puede asimilarse a las figuras que se logran el impacto estético en base a la ruptura de lo esperado. El lector, en efecto, al leer “encuentro de pájaros” lo que menos imagina es que al canto de los pájaros el poeta lo asimile a un dinamitazo. La primera en cambio es una lograda imagen de corte clásico.
Son interesantes también aquellas otras imágenes breves en las que objetos simples, “una sandalia huérfana” en el mar, “barquillas de papel” aluden metafóricamente a realidades mayores, en ambos casos la tarde. Son pues varios los tipos de imagen que maneja con acierto Carmen Luz. Y ya se sabe que la imagen es el principal instrumento expresivo de los poetas.
Habría que añadir que el mar con todo lo que significa, está en la base de una buena parte de la imaginería con que se construye la poesía primera de Carmen Luz. Ello es explicable porque la poeta nació en Acarí, pequeña ciudad de la costa sur del Perú en cuyas playas, especialmente en la llamada Tanaka, transcurrió mucho de su infancia. Esta presencia del mar se manifiesta incluso en el título del tercer poemario. Aracanto es en efecto una especie de alga marina que abunda en la zona. Y también por cierto en la abundancia de menciones a mar, playa, arena, orilla, gaviotas, barcos, barquillas, etc.
Diremos para terminar que si Carmen Luz Bejarano no hubiera escrito sino Abril y Lejanía, Giramor y Aracanto, estos tres libros bastarían para hacerle un sitio en la poesía peruana del siglo veinte. Pero Carmen Luz dejó una obra amplia y variada y de indudable valor poético que la consagra como una de las altas voces de nuestra poesía. Sin embargo, los admirables primeros poemas, los publicados entre 1961 y 1966 –que hemos examinado en estas páginas– no sólo son un buen preludio a la poesía posterior sino que constituyen, por su sostenido aliento poético, por el brillo de su lenguaje, por la atmósfera inconfundible que crean, un microcosmos poético autosuficiente y memorable. Una calificada expresión de poesía auténtica.
Lima, mayo de 2003
NOTAS
1) Consignamos a continuación la referencia bibliográfica de los tres libros estudiados:
Abril y Lejanía . Lima: Cuadernos del Hontanar, 1961. Prólogo de Alberto Escobar.
Giramor . Lima: Imprenta de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1961.
Aracanto . Lima: Editorial Jurídica S. A., 1966.
2 ) La obra poética completa de Carmen Luz Bejarano está reunida en Existencia en poesía. Lima: Carpe Diem Editora, 2000.
|