Dos retratos
Carlos Germán Belli
Pongo frente a frente el cuadro El grito 1 del pintor noruego Edvard Munch y el poema Juan Angurria 2 de la poetisa peruana Carmen Luz Bejarano, no por el propósito de que la pintura adorne el texto o viceversa. La razón es otra y responde a una idea –tal vez errada o no–, mejor dicho, a un prurito de aproximar los versos y el lienzo porque encarnan sendos personajes bien definidos, imaginados en un estilo expresionista, en que el cuadro refleja un aire metafísico y los versos una tendencia social.
Estamos pues ante un díptico ficticio, como cumpliendo así el deseo que desde hace días venimos abrigando, y de tal modo superando la preocupación de que sea algo traído por los cabellos. En una tablilla, Juan Angurria concebido en palabras, mientras que en la otra tablilla el personaje pintado por Munch. Ambos se miran de reojo, como intercambiando una mirada de reconocimiento mutuo. Que la galopante tisis de aquél y la angustia extrema de éste confluyen, encajan, se entrelazan, hasta que el díptico imaginado represente un solo asunto.
Y he aquí el personaje de nuestra escritora, con su elocuente apelativo, que responde a un término americano, en este caso la acepción de hambre canina. Además, Juan Angurria cuenta con un árbol genealógico, que se rastrea entre los versos de la propia autora, y que se remonta al panadero Juan Sante, quien resulta el progenitor de él. Evidentemente, un eccehomo peruano, o universal –para decirlo con más propiedad–, sin tierra, sordomudo, sin silabario, sin pan, brutísimo; pero, pese a tantas privaciones, se extingue en el arisco horizonte terrenal bajo la admirable forma de un arco iris.
El voraz hambre del personaje poético da paso al inaudito grito del anónimo ser concebido por Munch. Y entonces la disgregación presente en el desarrollo del texto –una especie de enumeración caótica– pasa a la más extrema reducción, que es el esquematismo o minimalismo de lo cual hace gala el pintor noruego, para expresar la angustiosa situación existencial. A través de su congénere, Juan Angurria ahora sí revela el rotundo miedo de vivir. En consecuencia, el que pone el grito en el cielo, con sus manos esqueléticas, cubriéndose los oídos para no escuchar el alarido que lanza, al huir de unos misteriosos tipos que lo atisban, cuando él se encuentra en las proximidades de una ensenada de aguas oscuras, y bajo un firmamento rojo.
Y finalmente la hora de la pura verdad. Porque figurarnos el caprichoso díptico –en una tablilla el poema, en la otra el cuadro–, no responde a un acto impulsado por la fantasía. No, nada de ello. Es porque el punto de partida de ambas composiciones arranca en un origen común. Con otras palabras, el país donde nació y escribió Carmen Luz Bejarano está de por medio, en uno y otro caso. Sí, quien padece de hambre canina es de estas latitudes e igualmente quien padece de un miedo cerval. Pues Bejarano se topa acá con Juan Angurria, y Munch se inspira en una momia justamente peruana, cuyo pavor ante la muerte él transforma en pavor ante la vida. Quedan atrás los específicos límites de la geografía sudamericana, y afloran las tribulaciones que son de toda la condición humana, como lo hacen patente el personaje hambriento del poema y el personaje aterrorizado de la pintura.
1 Perteneciente a la Galería Nacional de Oslo.
2Existencia en poesía. Lima: Carpe Diem Editora, 2000, pp. l39–l47.
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